EL desparpajo e indiferencia con que la ciudadanía no acude a votar o se toma su voto a chufla se compadece bien poco con lo que ha costado a lo largo de la Historia que la gente tenga derecho a votar. Quizás cree el personal que todo nos viene dado o que nos es concedido graciosamente, con generosa facilidad, y de ahí viene que andemos maltratando tanto el voto. Durante muchísimo tiempo, instalados ya los sistemas liberales de gobierno en el poder, solo pudieron votar los ricos y ser elegidos los más ricos todavía. Es lo que se llamó "sufragio censitario", que, semánticamente, no viene del censo, en cuanto padrón, sino del censo en cuanto impuesto o canon. Es decir, que si uno no era rico -lo bastante rico como para pagar un montón de impuestos- no podía tener derecho al voto.

En toda Europa, alcanzar el sufragio universal masculino costó unas cuantas décadas de manifestaciones, protestas sindicales, revoluciones y lucha material e intelectual. En ocasiones, como pasó con España, se impuso durante unos pocos años -los del sexenio democrático- para luego ser revertido y volver a las prácticas censitarias. En otros casos, como pasó en la Francia de 1848, llegó de las manos de los republicanos para finalmente darle el gobierno a las fuerzas de la reacción: no obstante, había llegado para no irse. Gran Bretaña, por su parte, lo inoculó en pequeñas dosis a lo largo del siglo XIX, a base de reformas electorales sucesivas que cada vez fueron ampliando más el número de los llamados a votar. Aquí, nos cayó en gracia en 1890, pero no crean que con poco debate y oposición. Que tuvieran el mismo derecho un labriego y un excelso profesor, un potentado y un empleado del colmado nunca gustó en demasía y todavía pisa nuestras calles quien cuestiona el voto de pobres o analfabetos.

Para que la mujer pudiera votar todavía hizo falta mucho, mucho más. No solo había que cambiar las leyes, sino también las cabezas de todos aquellos que consideraban a la mujer, a efectos políticos y por el mero hecho de serlo, aún menos preparada que el labriego, el empleado, el pobre o el analfabeto. En muchos países, no fueron suficientes las muchas manifestaciones del sufragismo ni los alegatos intelectuales: hizo falta toda una primera guerra mundial para que las sociedades occidentales se dieran cuenta de que la mujer era una pieza imprescindible de su funcionamiento, de que podía trabajar en las fábricas cuando el hombre iba a las trincheras y, en sus pocos ratos libres, cuidar a los enfermos que volvían del frente, empacar víveres o sostener escuelas. Hizo falta una segunda guerra mundial para que el voto femenino fuera considerado un derecho humano.

Las mujeres que consiguieron todo esto, con su sudor y su sangre, se revuelven en su tumba cada vez que no votamos o que votamos en contra del futuro de las propias mujeres.

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