Nos atraen irresistiblemente. Cada vez que tenemos la oportunidad subimos a su cima y nos asomamos a su cráter. Nos emocionamos, incluso, si alcanzamos a ver fumarolas azufradas o si nos explican que se ha formado en su seno una laguna de aguas ardientes. El misterio y la mitología pesan sobre nuestro conocimiento: las huacas incas y las bocas del Hades, los santuarios de los dioses y las puertas del infierno, colmatan nuestras percepciones ancestrales y hacen que, como el magma, nuestra imaginación rebose. No nos invade el vértigo cuando llegamos a los dos mil o tres mil metros de altura después de escalar bosques húmedos o páramos desérticos, sino cuando el guía turístico de turno nos habla de que aquel gigantesco boquete, que aún humea, se formó, por ejemplo, hace la friolera de 40.000 años.

Ya es común que la gente común no entienda el tiempo histórico: hay más historia antes de Cristo -convención al uso- que después y, en cuanto retrocedemos, todo se va envolviendo en una neblina espesa atravesada por la duda que los obcecados historiadores tratamos de disipar. Si hablamos del tiempo antropológico, el cerebro no puede dejar de sentir náuseas. Nuestra simpática abuela Lucy bajó del árbol y empezó a caminar un gozoso día de hace tres millones y medio de años. En términos geológicos eso fue ayer por la tarde, pero frecuentemente se nos olvida que hemos llegado hace muy poco para ocupar un planeta que, a pesar de nosotros, sigue hermosamente vivo. Quizás por todo esto las clases de Geomorfología de la carrera impartidas por el didáctico profesor Monteagudo, con su teoría de placas, sus dorsales oceánicas y sus fosas abisales, me encantaban. Lo queramos o no, un volcán es la expresión más rotunda de que nuestro planeta, no obstante sus más de cuatro mil quinientos millones de años, está sorprendentemente vivo y de que aún se encuentra en formación.

A todos nosotros, sentados delante del televisor y convertidos de la noche a la mañana en vulcanólogos de pacotilla, las explosiones, la columna de humo y la colada de lava nos atrapan hipnóticamente y nos despiertan la fascinación y el temor. La sopa de emociones está servida: atracción, sorpresa, curiosidad, miedo, angustia… Nos estremece la tragedia de las personas que pierden su casa, su vida y sus recuerdos inexorablemente sepultados bajo la roca incandescente. Sabemos que es el precio de vivir en las tierras más fértiles y hermosas que existen, pero eso no consuela.

Asistiendo minuto a minuto a la retransmisión de la erupción de un volcán no sé si llegamos verdaderamente a darnos cuenta de lo pequeños y contingentes que somos los humanos para el planeta, de lo prescindibles que somos para la naturaleza y de lo impotentes que estamos ante su natural violencia. Seguro que si lo comprendiéramos en su justa medida procuraríamos no enfadar más a esta joven Tierra vieja.

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