Aveces, los espectadores de cine fantaseamos con parecernos a los protagonistas de las películas. No ya para ser alter egos de James Bond, Indiana Jones o Lara Croft sino para disfrutar de las pequeñas ventajas que se obtienen viviendo en el celuloide.

De entrada y aún en la historia más realista, la fisiología de los personajes es sutilmente diferente a la de los humanos reales. Jamás veremos que ninguno de ellos tenga la perentoria necesidad de acudir al cuarto de baño y, de hecho, cuando aparece esta, para nosotros, imprescindible estancia es porque una bella señorita (o un tentador efebo) se dispone a ducharse para mostrarnos su figura tras una pudorosa cortina o bien porque vamos a presenciar un crimen o (lo más habitual) ambas cosas a la vez.

Otra leve divergencia la observamos en el aspecto con que nos levantamos de la cama. Mientras que en la vida real amanecemos con cara de susto, abotargados y de mal humor, en el cine, los actores pasan del sueño a la vigilia sin solución de continuidad: repeinados, sin ojeras, maquillados y, además, sonriendo. Eso sí, en caso de que se hayan acostado desnudos -y por muy solos que estén- tienen que realizar la engorrosa tarea de liarse una sábana al cuerpo (él a la altura de la cintura, ella a la de las axilas). Una vez que ha entrado en acción, el protagonista solventa con increíble facilidad los tediosos inconvenientes de la vida cotidiana: siempre encuentra aparcamiento a la primera, sin hacer maniobras y justo delante del edificio al que se dirige; si entra en un bar, habrá una mesa libre, la camarera le atenderá al instante y a la hora de pagar, por lleno que este el local, le bastará con levantar la mano para que ipso facto le presenten la cuenta, un trámite por otra parte innecesario porque él ya tendrá en la mano -propina incluida- el importe exacto de la consumición (está habilidad de conocer de antemano el precio de las cosas la mostrará también cada vez que coja un taxi).

En el nada extraño caso de que en el transcurso de la película, nuestro protagonista entre en una pelea, los golpes recibidos nunca le producirán el quebranto que sería esperable en una reyerta verdadera y, en todo caso, las contusiones y heridas de la riña le desaparecen al mismo tiempo que se sacude el polvo del traje. Si a estas "ventajas anatómicas" añadimos que en la pantalla existen grandes posibilidades de que al héroe se le presente en su habitación en medio de la noche una chica en sugerente lencería que huye asustada de alguien que la persigue, es normal que la gente de a pie envidie la "vida de cine". Aunque puestos a elegir quizá sea más apetecible la vida del político: siendo tan depravado como el "malo" goza de todos los privilegios del "bueno" y cuando aparece The end es el que se queda con la chica… y el dinero.

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