Con el café para todos y la sensación de que España estaba por hacer, junto a la pasión que despertaba la descentralización del Estado, todas las iniciativas podían tener futuro. Nada estaba cerrado, la Constitución de 1978 remitía a los llamados Estatutos de autonomía la organización del territorio nacional. Los poderes provinciales y regionales se frotarían las manos: era su oportunidad. La inspiración vino de la Segunda República; ningún otro sistema, ni federal ni de ningún tipo, ha delegado tanto en sus reductos. Podía pasar cualquier cosa. No faltaron proyectos pintorescos; Huelva en Extremadura, Almería en Murcia o Segovia autonómica. Algo salió de todo ello, no menos singular que lo que se quedó en cartera. Cantabria, por ejemplo, o La Rioja, partes inseparables de Castilla, se convertirían en regiones.

Concesiones a gusto del consumidor, dibujaron una España en donde Andalucía o Cataluña son, en el concierto del Estado, semejantes a Cantabria o La Rioja. Y menos mal que no cundió la idea de, ya que se miraba de reojo a la Segunda República, alargarse hasta la Primera al grito cantonal de ¡Viva Cartagena! Entre los padres de la Constitución estaban los catalanistas, Miquel Roca y, el además comunista, Solé Turá. Los vascos disponían de un Miguel Herrero, consorte, que sustituiría con ventaja y sin que se notara, al nacionalismo.

Dicen que el Conde de Romanones dijo refiriéndose al Parlamento, algo así como “hagan ustedes las leyes y déjenme a mí los reglamentos”. Jordi Pujol, por su parte, popularizó la frase “peix al cove”, que podría traducirse libremente por “pez al cesto”. Es parte de la muy catalana "Ni peix al cove, ni la puta i la Ramoneta", recurrida en el mismo sentido que “ni pájaro en mano ni jugar a dos bandas”. Pujol, referente sine qua non de lo que está pasando, ingenió la estrategia de apoyar en Madrid para conseguir en Cataluña, y cuando le salían las cosas decía “peix al cove”. Uno y otro son de recordar ahora que lamentamos que reglamentos y estrategias hayan entregado al provincianismo la educación y la sanidad. Así, lo que pudo ser un Estado confortable, homogéneo y descentralizado, se ha convertido en una realidad política desestructurada; en un Estado fallido, en fin. Además de que señalar los excesos o proponerse corregir los entuertos ya está etiquetado como de extrema derecha o, si se tercia, de neofranquismo o neofascismo, que es lo que se lleva.

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