Cuando se cerraban las puertas del colegio, se abrían las del paraíso. Mi madre y mi abuela lo empaquetaban todo y ellas, mis dos hermanas y yo emprendíamos el viaje a La Línea como si iniciáramos un regreso ansiado. La prueba de lo especial del momento es que, en lugar de llevar la ropa de diario, las niñas llevábamos nuestros vestidos de domingo. Eran casi once horas de viaje, entre una cosa y otra, para no arriesgarnos a que no hubiera taxis o a perder alguna conexión: de la casa a la estación de los autobuses de Damas en la avenida de Portugal; de Huelva a la estación de Sevilla, esa oscura y estrecha cercana al Puente de Triana, cuando solo existía el autobús "de los pueblos"; luego otro taxi hasta la estación del Prado para coger el Comes que salía a las 3 de la tarde hacia Algeciras y que tardaba cuatro horas en llegar; finalmente, el autobús de Algeciras a La Línea, de salida insospechada y según hubiera más o menos pasajeros. Todo valía la pena. No había pereza. Mi padre pasaba el verano solo en Huelva, por tal de que las mujeres de la casa pudieran disfrutar del pueblo, de su feria de julio, de su playa hermosa y tranquila, de los chanquetes, los espetos y el pulpo a la brasa, de las tardes comiendo pipas en el Paseíto Fariñas y de las noches al fresco con los vecinos. No ha habido ni habrá alternativa posible para esas noches impagables de conversación y risas en las aceras con Tili y Paco, Isabel, Macu, la madre de Mónica, Nievitas y Claudine, Marcel y sus hijos franceses, que no entendían nada, pero se reían de todo igual.

Tras la llegada, la casa se limpiaba y se dejaba como los chorros del oro e, inundada por la luz del sur del sur a través de las celosías de madera, parecía agradecer con alegría su reapertura. En aquel entonces, sin tantos edificios alrededor, desde la azotea se veían con claridad la Sierra Carbonera y casi la totalidad del Peñón, al que yo contemplaba, como en una ensoñación, imaginando en él las mil y una historias familiares que en mi casa se contaban. Con suerte, algún verano venían a pasar unos días con nosotras los tíos y las primas de Gibraltar. Ellos también tardaban un día entero en llegar a La Línea, cruzando dos veces el Estrecho -de Gibraltar a Tánger y de Tánger a Algeciras-, y alcanzando el pueblo en el consabido autobús de horario insospechado. Con ellos llegaban -no sé cómo explicarlo- la modernidad, el brillo y la libertad. Supongo ahora que lo que mis ojos de niña notaban es que venían de una democracia que hacía tremendo ruido aún en la España casposa de los setenta.

Cuando las puertas del colegio se cerraban, comenzaban, en fin, los reencuentros añorados y un verano largo y lento que solo es patrimonio de la infancia: un verano de diversión y también de aburrimiento; un verano bajo el vuelo de las gaviotas, junto a las aguas azules y oyendo la música adorable con la que anunciaba su venta golosa el camión de los helados.

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