Mire usted, ya le digo yo que esta lavadora no tiene arreglo y que más le compensa comprarse una nueva; el código F-43 es lo que tiene, cosa del motor, muy mala cosa". El técnico del servicio oficial de mi lavadora debe de tener poderes mágicos, porque ni siquiera la ha abierto, ni la ha desenchufado y vuelto a enchufar, ni le ha dado al botón de 'ON' para ver cómo reacciona. Mi lavadora, cual enfermo terminal, ha sido desahuciada por él y ni siquiera ha tenido derecho a unos mínimos cuidados paliativos. El código F-43, traducido al lenguaje de los mortales, debe ser algo así como "tírela a la basura y a otra cosa, mariposa". Luego me ha cobrado 30 euros por el desplazamiento y la apresurada opinión, que me han sabido, como en el evangelio, al pago amargo de una traición.

Como disciplinada ciudadana consumidora, he entrado en internet para ver cuánto valen las lavadoras y dónde hay stock. Pero me he sentido entristecida. Recordaba un mundo infantil en el que todo se reparaba hasta lo imposible: incluso deambulaba por las calles un señor paragüero dispuesto a arreglar las varillas rotas de los paraguas que el viento había destrozado. Recordaba a mi padre afanado en arreglar todo lo que en mi casa se rompía o averiaba. Recordaba a mi abuela zurciendo sábanas y calcetines. Recordaba mis viajes por el tercer mundo, donde todo se aprovecha, compone, restaura y recupera, que en esto de tirar y tirar hay mucho de rico inconsciente y desagradecido. Y, puesta a pensar, recordaba cuando los pañuelos eran de tela y cuando iba a comprar el pan con una bolsa también de tela y cuando mi madre me mandaba a comprar vino blanco para la comida con una pequeña garrafita de cristal verde. Me entristecía pensar que ahora vivimos en este mundo frívolo y fácil de 'usar y tirar', sin valorar nada, si conservar nada, inundando el planeta de residuos evitables, malgastándolo todo como si todo fuera inagotable y biodegradable. Y, en medio de esta tristeza, me he acordado de un técnico de origen argelino que me arregló el termo eléctrico este verano, buscando y adaptando piezas descatalogadas para que no tuviéramos que comprar uno nuevo. Espontáneo y sencillo, Ahmed ha llegado como una oleada de aire fresco y ha escuchado y compartido mi resistencia beligerante a vivir en un mundo de 'usar y tirar'. Es más, me ha mirado emocionado, cuando yo le he hablado con vehemencia de la importancia de las segundas oportunidades para las personas y para las cosas. Con un castellano casi perfecto y una gracia natural, me ha dicho: "Pero si esto es el Mercedes Benz de las lavadoras, ¿cómo no la vamos a arreglar?". La ha abierto en canal y le ha sacado el motor y el programador. Ha repuesto lo que estaba desgastado y reemplazado lo roto. Ya funciona y soy extrañamente feliz viendo cómo vuelven a girar los 8 kilos de ropa.

Bendito este Ahmed que llegó en patera siendo niño para enseñarle al primer mundo, al cabo de los años, que de la necesidad nace la virtud y que nunca hay que dar el futuro por perdido.

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