LA coyuntura económica europea es tan grave como para que el españolito que conozca los datos y analice con realismo las pocas opciones futuras acuda a las urnas con un punto de impuesta y amarga indiferencia. La fiesta de la democracia, el momento supremo en el que el pueblo elige al gestor de sus asuntos, tiene en la presente ocasión, en la medida en que éstos empiezan a no depender en absoluto de la política nacional, un tinte negro de intrascendencia, un presentido qué más da, que le roba alegría y le niega importancia.

Por desgracia, la solución de nuestros problemas ya no nos pertenece. Podemos, eso sí, aprovechar la cita para ajustar cuentas y hacer pagar frivolidades e incompetencias. Pero poco más. El laberinto del euro amenaza con instalarnos en un horizonte diabólico, pavoroso por desconocido, en el que todo puede ocurrir. La experiencia nos está demostrando que no son las respuestas políticas, al menos las que no se le encaprichan, las que amansan a la fiera. Las cifras están ahí, afiladas e infranqueables, para helar cualquier amago de sonrisa: el Fondo europeo (EFSF) ha fracasado, no ha sido capaz de solventar la crisis de deuda de los miembros más débiles de la Unión, ni parece en condiciones de detener, solo o en compañía, una hemorragia que pudiera extenderse incluso a las economías aparentemente más sanas del club. El coste de financiación de los Estados europeos periféricos, consecuencia directa del tamaño de sus juergas pretéritas, agravado además por la falta de crecimiento (ésta es, en verdad, la variable decisiva, la paralización de la llamada economía real), se vislumbra, quizá a cortísimo plazo, inasumible. De hecho, Francia y Alemania, los dos grandes garantes de la credibilidad europea, más allá de utopías, comienzan a tentarse la ropa: si se estima que el EFSF necesita alrededor de 2,4 billones de euros para atender, hasta 2013, a la refinanciación de Estados y a la recapitalización de bancos y que tal cantidad deberá ser sufragada por los franceses (cuya situación tampoco está como para tirar cohetes) y principalmente por los alemanes, se comprende la creciente resistencia de sus nacionales a prolongar el invento. De triunfar esta opinión, si Alemania por ejemplo, el socio crucial, decide abandonar la partida, el edificio completo se vendrá abajo y, a partir de aquí, a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.

¿Pueden Rajoy o Rubalcaba terciar para mejor en ese infierno? Permítanme que lo dude. La disyuntiva en esta órbita consiste pues, poco más o menos, en saber si queremos enfrentarnos a la bestia con escopetas de feria o con espadas de madera. Hombre, alguna diferencia hay, que diría un optimista, y seguramente será -por supuesto también por mí- mayoritariamente percibida. Pero desde luego no tanta como para que, despachado el trámite, se me embriague el ánimo y acabe obnubilado por el júbilo.

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