A propósito de la reedición de El país de la bruma, el raro libro donde Arthur Conan Doyle recurrió a uno de sus maravillosos personajes, el profesor Challenger de El mundo perdido y otras aventuras memorables, para defender los fundamentos de la ciencia del espiritismo, señalaba aquí mismo Manuel Gregorio González la aparente paradoja que suponía el que un escritor que había celebrado los beneficios de la inducción -aunque Holmes, el héroe racional, tiene también su parte oscura- recorriera con semejante credulidad los pintorescos territorios de la superchería. Con gran perspicacia, sostenía nuestro compañero que tanto la figura del investigador como la del médium no dejaban de remitir, bien que desde posiciones distintas, a la misma necesidad del misterio, reforzada cuando se comprobó que el celebrado progreso material había elevado el poder destructivo de la humanidad a magnitudes desconocidas. El interés de Doyle por el universo de lo oculto no se limitaba a la posibilidad del contacto con los muertos, pues también, por ejemplo, dio crédito a las fotografías trucadas en el famoso caso de las hadas de Cottingley y durante años estuvo vinculado, dilapidando en parte su prestigio, a los círculos -hoy los calificaríamos de alternativos- que agrupaban a visionarios, distinguidas señoras en trance, teósofos y aficionados a las "investigaciones psíquicas". A propósito de la insondable ingenuidad, como la llamaron sus críticos más piadosos, de un hombre por lo demás tan cultivado, podría recordarse la reiterada sentencia de Chesterton, aquella que dice que cuando el hombre deja de creer en Dios se apresura a creer en cualquier cosa, pero ni el espiritismo se oponía a la religión ni a decir de sus practicantes se basaba en fe ninguna. El propio Doyle solía recalcar que su apostolado, plenamente científico, no apelaba a vagas intuiciones, sino a hechos probados. De este modo, al mismo tiempo que denunciaba la mentalidad materialista, buscaba una justificación empírica que por desgracia para sus tesis dependía de argumentaciones farragosas -no se pueden leer sin impaciencia sus escritos apologéticos- y de factores tan poco convincentes como las revelaciones del ultramundo. Hay con todo algo conmovedor en la cruzada del escritor británico, que no tiene sólo que ver con el hecho de que perdiera a un hijo en la Gran Guerra. Como muchos de sus contemporáneos de la Belle Époque, Doyle no dejó de ser un hombre del XIX, convencido de la bondad de su causa. No era un mero embaucador ni se asomó al país de la bruma para ganar notoriedad. Sigue vivo en sus libros no esotéricos y esa forma de inmortalidad no precisa de ectoplasmas.

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