Trapos sucios

Hay heridas que no cicatrizan fácilmente y la única manera de que sanen es dejar que circule el aire

Entre las escenas memorables de Shoah, el estremecedor documental que Claude Lanzmann dedicó a la memoria oral del mal llamado Holocausto, recordamos ahora dos que retratan la actitud de una parte no pequeña de la población ocupada durante el exterminio perpetrado por los nazis en el martirizado solar de Polonia: la de los antiguos vecinos del campo que se pasaban el índice por el cuello para señalarles a los cautivos hacinados en los trenes el destino que les esperaba en el punto de llegada y aquella otra, terrible, en la que un sacerdote católico incrimina a los judíos como los asesinos de Cristo. El propio Lanzmann ha dedicado palabras muy duras a los polacos antisemitas y aunque es verdad que otros arriesgaron la vida para ayudar a los perseguidos, no cabe ignorar que en las tierras del Este la política aniquiladora de los verdugos contó con la anuencia, la complicidad o la participación activa de muchos nativos que detestaban a sus compatriotas judíos y contribuyeron a su eliminación, se beneficiaron de ella o miraron hacia otro lado cuando trascendió la inconcebible magnitud de lo ocurrido.

No sólo en Polonia, sometida a la doble dominación alemana y soviética, también en Ucrania, los países bálticos y otras naciones eslavas que aportaron decenas de miles de soldados o carceleros o colaboraron de buen grado en las distintas modalidades de la solución final, el genocidio sigue siendo un hecho incómodo que no puede diluirse, como trataron de hacer los dirigentes de la URSS y los gobiernos satélites -ejecutores de sus propios pogromos, palabra que no por casualidad proviene del ruso- en el panorama general de los desastres de la guerra. En relación con los polacos, nos vienen también a la cabeza las excelentes memorias del gran crítico en lengua alemana Marcel Reich-Ranicki, superviviente del gueto de Varsovia, que recuerda cómo se libró de una muerte segura gracias a las historias que les contaba a los campesinos -argumentos de las novelas que había leído en su primera juventud- que lo escondieron sin demasiada piedad y de hecho estuvieron a punto de entregarlo. No debemos juzgar con excesiva severidad a nuestros antepasados, pero tampoco desconocer sus faltas que sólo tendrán un efecto contaminante si las ocultamos en la idea, errada y contraproducente, de que es preferible no sacar a la luz los trapos sucios de la familia. Avergüenza que los diputados de un parlamento democrático penalicen la difusión de una verdad histórica sin duda dolorosa, pero sobradamente contrastada. Hay heridas que no cicatrizan fácilmente y la única manera de que sanen es dejar que circule el aire.

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