L A propuesta de cambiar el nombre del aeropuerto de Sevilla-San Pablo para llamarlo Diego Velázquez me hace pensar en la importancia del nombre de los lugares. Tanto, que existe toda una rama de la publicidad y el diseño que busca el nombre más acertado para un objeto o producto, que facilite su asimilación por una mayoría de usuarios. Un poeta español, Fernando Beltrán, es un brillante buscador de nombres comerciales que ya forman parte de nuestras vidas; por ejemplo, Amena, Opencor y otros de enorme éxito. Por eso es tan importante el nombre de las cosas y lugares. Claro que no es lo mismo nombrar algo nuevo o cambiar el nombre de algo que ya existe, como es el caso del aeropuerto. Y ahí, en la misma propuesta de cambio de nombre ya está implícita la intención: crear una marca atractiva y unir Sevilla con el pintor universal y dotar de un nuevo atractivo a la ciudad. Pero no debemos olvidar que todo cambio en el nombre significa una renuncia u olvido al nombre anterior y a su significado. En definitiva, la renuncia a la pervivencia de la historia, la renuncia a la identidad, al ser de una ciudad.

Qué importancia puede tener todo eso en una sociedad, la nuestra, cuyas gentes, nuestros vecinos, dicen sin rubor y a veces con osadía, que no conocen el nombre de las calles, dejando en el aire la pregunta: ¿y eso para que sirve? Parece que, en lugar de vivir una ciudad, la utilizamos como una serie de lugares sin nombre enganchados unos a otros como vagones de tren. Para algunos sevillanos es posible que Gran Plaza, Amate, San Bernardo y Montequinto sean solamente paradas de Metro y no lugares de la ciudad. La toponimia de una ciudad no es casual. Los nombres de los lugares que empleamos los vecinos son una manera de expresar la idea que tenemos cada uno de nosotros de ese sitio. Su origen y el imaginario que la rodea. En Sevilla, ciudad de rica toponimia, poco a poco, como un goteo de líquido borrador de historia, vamos cambiando nombres aquí y allá en el corazón de la misma urbe. Es verdad que Sevilla nos da ejemplos de un fuerte vínculo con la historia. Después de la reforma de la calle Génova para abrir la primera avenida sevillana, por mucho que han querido ponerle apellidos, de José Antonio Primo de Rivera o de la Constitución, sigue siendo la Avenida a secas. Como la Plaza de San Francisco y la Plaza Nueva que también se resisten a los cambios. Un caso notable es la Plaza de la Magdalena, abierta por los franceses tras el derribo de la parroquia del mismo nombre y llamada así desde el primer momento, aunque luego pasó por otros muchos como de la Libertad, del Pacífico, del Cristo del Calvario, de nuevo del Pacífico, del General Franco y finalmente vuelve a ser Plaza de la Magdalena, nombre por el que siempre se la ha conocido. Es posible que al aeropuerto le cambien el nombre y que quede bien en los carteles. Para nosotros seguirá siendo de San Pablo o simplemente el aeropuerto, porque no tenemos otro.

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