Casi tropiezo y me caigo con el ansia de alcanzar la calle. Ha llegado el afilaó y el soniquete añejo de su flautilla (chiflo) me ha arrastrado, corazón galopante, a las calles de San Bernabé con la curiosidad de querer reencontrarme con alguno de aquellos afilaores de bicicleta Orbea, Mobylette o Derbi que cada día recorrían las calles de mi infancia bajadillera.

Chasco. La flautilla bicolor de boquetitos es ahora un pendrive puesto en bucle en una Renault Express y la muela activada por el pedaleo se ha convertido en un refinado sistema activado por la batería de la furgoneta. La finalidad y el soniquete son casi los mismos. Los que ya cambiaron fueron aquellos ojos de niño que contaban chispitas de luz por la fricción de las hojas de los cuchillos y las tijeras en la piedra.

Y como esta cabeza mía siempre encuentra una sonrisa interior cuando algo me lleva a la infancia, esta mañana me vinieron a la mente los cuchillos y tijeras que se afilaron una y otra vez en la calle Lugo. Especialmente las tijeras, aquella tijerita chiquita de punta extrafina y curvada que mi hermana Juana utilizaba para cortar los hilos de las canillas de su máquina de coser.

Aquella Alfa de pedal que siempre nos acompañó y cuyo sonido armónico conservaré siempre en mi disco duro. Recuerdo que podía pasarme horas viendo las puntadas que daba la máquina sobre la tela, aquellas telas estiradas entre bastidores de madera y sobre las que se cosían flores de colores y las iniciales en letra gótica de los novios.

Eran tiempos de costuras y de remiendos en los que la ropa pasaba de un hermano a otro y los parches de escay tapaban agujeros a modo de modernas rodilleras y coderas. Rafael, el tapicero de mi calle, tenía una plantilla y aprovechaba los restos de los tresillos tapizados para rescatar los recortes y atender las peticiones de las madres.

Parches rojos, marrones y verdes que lo mismo sanaban los pantalones que te hacían coincidir con la remozada mecedora de la salita de tu vecino. Porque lo importante era ir escamondao que siempre ha sido la bandera de nuestros padres, pobres pero limpios, aunque el escay nos sirviera de refuerzo para estar todo el día jugando en la calle.

Así que el afilaó con su soniquete volvió a llevarme por esos recovecos añejos de la infancia, que nunca serán ni mejores ni peores que ninguna de las infancias vividas por nuestros padres y nuestros hijos, pero que siempre nos servirán para sentir una aceleración inesperada del corazón, para esbozar una de esas sonrisillas solitarias de cuando nadie nos ve y para traer a mi mente la imagen de aquel hombre, subido del revés a la bicicleta, contando historias a las madres sobre los cuchillos de Albacete mientras los niños hacíamos corrillo para averiguar adonde volaban aquellas chispitas de fuego.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios