Ver las calles engalanadas con luces de colores y estratégicamente sembradas de árboles artificiales que refulgen cuando anochece y darte de bruces con un trenecito que renegando de su propia naturaleza (moverse sobre raíles) circula, atiborrado de niños y mayores, por el centro de la ciudad, son los signos inequívocos de que se acerca la Navidad. La conmemoración del nacimiento de Cristo es quizás la fecha más trascendente del calendario cristiano y desde que, arbitrariamente y al rebufo de las fiestas paganas romanas del solsticio de invierno, se fijó en el concilio de Nicea el 25 de diciembre como Díes Nativitatis fue celebrado por los cristianos junto con la Epifanía (la posterior visita de los Reyes Magos al niño Jesús que aún se festeja en España y algunos países sudamericanos). Sin embargo, la Navidad no siempre ha gozado de popularidad entre las diferentes familias cristianas llegando incluso a estar prohibida durante el siglo XVII en algunas iglesias protestantes. El exitoso 'formato' actual de la festividad tiene en realidad muy poco que ver con Jesucristo y con las azarosas circunstancias que rodearon su advenimiento a este mundo; fue un escritor inglés del XIX, Charles Dickens, quien estableció las tradiciones contemporáneas que hoy la conforman gracias a su célebre Cuento de Navidad, una obra en la que a través de la catarsis que tres fantasmas navideños inducen en el avaro y misántropo señor Scrooge, Dickens nos descubre el auténtico sentido del espíritu de la Navidad. La solidaridad para con los necesitados, la bonhomía hacia nuestros semejantes, los encuentros sociales, las comidas familiares y con amigos o la renuncia (siquiera por unos días) al egoísmo y el materialismo que suelen ser habituales el resto del año. En cierto modo Dickens diseñó el armazón de la Navidad que ahora celebramos con sus propios recuerdos de infancia: la nieve, los villancicos, el cónclave familiar… Quizá sea por eso que estas fiestas son tan idóneas para los niños ya que con su ilusión y su inocencia convierten en mágicos los distintos rituales navideños. Los adultos, en cambio, las suelen vivir con el dolor y la nostalgia por aquellos que ya no están con nosotros y -a no ser que su mente siga infantilizada- solo las disfrutan vicariamente a través de los embelesados ojos de los hijos o los nietos. Poco a poco el espíritu de Dickens se ha ido adulterando y aunque la Navidad siga siendo tiempo de belenes y árboles, de dar y recibir regalos, de comer opíparamente y de compartir lotería, el aspecto religioso ha quedado en un segundo plano y de alguna manera Jesús y todo su elenco son usados como atrezo para escenificar una suerte de auto sacramental en favor del consumismo más desaforado. Y aquellos pobres y desahuciados a los que el señor Scrooge terminó cogiendo cariño, ahora se les reserva un papel parecido al de las figuritas del belén: se recurre a ellos durante un par de semanas y después se olvidan en sus cajas hasta el año que viene.

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