Aprincipios del siglo XVIII los británicos enviaban a sus jóvenes aristócratas a realizar un viaje por Europa como parte de su educación. A ese itinerario iniciático por los países que fueron cuna de la cultura clásica y el Renacimiento se le denominaba GrandTour y, en cierta forma, puede considerársele como el egregio precursor del viaje turístico masivo que se impondría a partir del XIX gracias al desarrollo de los ferrocarriles. El término turista (derivado precisamente de GrandTour) parece que se debe a Stendhal, el autor de clásicos literarios como Rojo y Negro o La cartuja de Parma. El escritor francés fue además un impenitente viajero y en uno de sus diarios de viaje: Roma, Nápoles y Florencia (1817) describe las sensaciones que experimentó al visitar la basílica de la Santa Croce. Después de estar todo el día paseando por Florencia, Stendhal entró en la hermosa iglesia franciscana y contemplando los frescos de Giotto, las tumbas ilustres (Miguel Ángel, Galileo, Maquiavelo…) y los monumentos funerarios, se sintió aturdido, con palpitaciones, vértigo y sensación de ahogo. "La vida se me había desvanecido, caminaba con temor a caer", escribió en su diario. El médico que le visitó le diagnosticó que había sufrido una "sobredosis de belleza" y desde entonces tan distinguida y exquisita patología se conoce con el nombre de 'síndrome de Stendhal'.

En la actualidad aquella misma Florencia cincelada al gusto de los Médici y que probablemente Stendhal visitó de manera pausada, serena y hasta solitaria, recibe doce millones de turistas al año que además de asfixiar a la ciudad y a sus obras de arte, generan a diario toneladas de basura que enturbian sobremanera el antiguo glamour de la capital de la Toscana. Es difícil que esos visitantes que se ven empujados por las agencias de viajes a asimilar, en unas pocas horas y con un considerable esfuerzo físico, varios siglos de cultura y que, por lo general, están poco acostumbrados al roce con el arte, corran riesgo alguno de padecer el 'síndrome de Stendhal'. Si acaso sufrieran vahídos, desmayos o taquicardias más bien habría que achacarlos a las horas de colas ante palacios y museos, al sofoco que genera el hacinamiento bajo la cúpula de Brunelleschi o a la urgente necesidad de acabar, por ejemplo, la visita a la galería Uffizi para poder sentarse en un bar donde les pongan un bocadillo y una cerveza. Desafortunadamente el gozo estético no se puede comprar en los paquetes turísticos que vende El Corte Inglés. Nace de la sensibilidad y del bagaje cultural del espectador y, a veces, lo bello se convierte en sublime y puede provocar la turbación descrita por Stendhal. Algo imposible para las masas que, aleladas, arrastran sus cuerpos por las salas infinitas de los grandes museos.

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