Robert Louis Stevenson fue uno de los escritores más populares del siglo XIX. Su obra, que abarca desde la narrativa al ensayo pasando por la poesía y el género epistolar, es ante todo entretenida y fue precisamente su gran amenidad lo que hizo que sus lectores contemporáneos le considerasen poco más que un autor de libros para adolescentes, categoría que a todas luces se aprecia como menor para calificar obras tan geniales como La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (novela que leí siendo un niño y aún mantengo entre mis libros favoritos). Stevenson nació en Edimburgo y desde pequeño padeció una tuberculosis que acabaría con su vida a unos tempranos 44 años. En busca de remedio para sus pulmones viajó por todo el mundo desde las montañas suizas a los Mares del Sur, donde terminó asentándose tras cruzar el Atlántico y llegar hasta California para casarse con una norteamericana varios años mayor que él de la que se había enamorado en Francia y que a la postre le acompañaría, junto con sus dos hijastros, en su periplo final por el Pacífico Sur.

Stevenson se estableció en Samoa, donde los indígenas le dieron el nombre de 'Tusitala' (el que cuenta historias). Fue tal su identificación con aquellas gentes que cuando murió los samoanos portaron a hombros su féretro hasta el punto más alto de la isla para enterrarlo entre palmeras.

Con ocasión de la Navidad de 1888, escribió un sermón para su familia y los numerosos nativos recién ganados para la causa cristiana: "Ser honesto, ser amable -ganar un poco y gastar un poco menos, volver más alegre a una familia por su presencia, renunciar si es preciso… y no sentirse amargado, tener unos pocos amigos pero éstos sin rendirse jamás- he aquí una empresa que requiere toda la fuerza y delicadeza que pueda tener un hombre. Sea cual sea nuestra tarea no estamos destinados al éxito. Nuestro destino es el fracaso. Así es en toda arte y todo estudio; es así sobre todo en el mesurado arte de vivir bien". Stevenson exhortaba a la amabilidad y la alegría diciendo que solo la estupidez y el falso afán de parecer mejores pueden no ver el genuino valor de ser honestos y amables con los demás.

El gran escritor sabía muy bien lo benéfica que puede ser una conmemoración que obligue a un hombre -en lo más crudo del invierno, cuando observa las sillas vacías que han dejado sus seres queridos- a ponerse una "máscara sonriente" aunque no sepa por qué salario trabaje y prepare sus pobres huesos para el inevitable fracaso que nos espera a cada uno al final del camino.

Feliz Navidad.

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