Tierra de palabras

Septiembre

Llega un momento en la vida en el que no es beneficioso hacer las cosas por obligación

Septiembre trae días que el viento agita meciendo las copas de los árboles que se contonean a su antojo. Septiembre modifica los colores: los oscurece y refresca. Se compran babis y se guardan bañadores. A horas punta las puertas de los colegios se congestionan de mochilas, alegrías, llantos y los primeros mocos. El día que se acorta. A punto la cosecha del nogal que ayuda al corazón a latir sin tanta lata con esa grasa insalubre a la que el verano le suele dar licencias; aunque, si me vas conociendo, ya sabes que me inclino a pensar que el corazón también enferma por otras cosas que tomamos como insignificancias, a las que no echamos cuenta, y a él tanto le agotan.

Estoy de vacaciones. Huele a mojado y hay que barrer más a menudo el patio y cuando pisas por el campo comienzan a crujir las hojas. Y llegado este mes, ya empiezo a sentir frío. Frío no solo porque desciendan las temperaturas, también me deja helada cada noticia que llega aumentando la cifra del trágico balance: hasta este mes, a lo largo del año, son treinta y tres mujeres asesinadas, víctimas de violencia de género; solo seis de ellas han denunciado. Y puede que desde el tecleo hasta la publicación, nadie lo quiera, la cifra aumente. No podemos permitir que estas desgracias se vuelvan insustanciales.

Septiembre ha traído también suspensos políticos. Un cruce de acusaciones entre el que tú no asististe y yo sí, o entre el que tú sí copiaste y yo no… Y en mitad de tanto máster supuestamente mal hecho, la universidad que se resiente de los envites dejando en entredicho su interés más monetario que educacional. Mientras, el alumnado corriente y moliente, a mil años luz de estos "masters del universo" que se creen los amos del mundo que salvarán la tierra, se quedan estupefactos y cabreados porque a ellos no los aprueban por la jeta y se tienen que dejar mucho los codos en las bibliotecas para poder acreditar uno de ellos. Después, cuando raramente dimiten, los compañeros les alaban por haber dado el paso, y bueno, sí, puede que les honre. Pero ya deja que desear aquel que se quiere poner más medallas de las que le corresponden. Es el resultado de una sociedad tan competitiva. Nos cuesta mucho eso de aceptar lo que realmente somos sin que nadie nos tenga que regalar nada. Porque, al final, lo que realmente nos molesta es la triquiñuela del engaño.

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