Hoy se clausuran los Juegos de 2020, celebrados por fuerza mayor en 2021. Aunque está de moda rechazar el espíritu olímpico, hemos disfrutado del deporte, que como excelente metáfora de la vida que es nos ha ofrecido muñecas rotas por la presión, mujeres que nacieron hombres y que compiten en categoría femenina, skaters que se sacuden sus sambenitos, categorías mixtas con poquísimo interés competitivo, China con más oros que nadie, rusos poseídos por el espíritu de Putin, que fueron pillados con el carrito del helado del dopaje; no pocos medallistas españoles inmigrantes o hijos de inmigrantes. Pocos medallistas, la verdad, comparados por ejemplo con los de Italia, que ha conseguido más del doble de preseas -sinónimo de medalla que tarde o temprano cascas en el artículo- que los nuestros. Ayer vimos una final de fútbol en la que España fue fiel a la tradición de no ganarle a Brasil ni a la de tres, y quedar plata en una final por equipos es entrar en el parnaso atlético con una china en el zapato y un rictus como de estreñimiento. El macizo Craviotto logró su quinto metal a sus 36 años, y olé. Rudy, Pau y Marc Gasol que no metieron un solo punto en la derrota contra EEUU: una retirada a tiempo, ya saben...

También -la vida misma- ha habido triles, postureos, buen rollo chupacámara, quién sabe cuántos que no dieron positivo aun estando petados de su kriptonita. Y espectaculitos de gato por liebre como el de los dos saltadores de altura, uno precisamente italiano y otro qatarí que te vi, que decidieron repartirse la medalla, asegurándose los dos el oro, en vez de -como es de ley- competir hasta que uno venza al otro, que para eso están allí... y encima nos vendan sus abrazos como fraternidad y amor interracial, cuando son bomberos que no se pisan la manguera entre sí.

Hemos visto tiernas entregas de medallas a malas bestias como nuestros jugadores de balonmano, que miraban su bronce con expresiones que delataban emoción bajo las mascarillas, para después mirar como si fueran niños curiosones el ramito de girasoles que les daban también en la ceremonia de entrega, mirando con corrección a los ojos al baranda del COI al darle la mano. Y no puede uno dejar de recordar en ese momento genuino a los jugadores de la selección inglesa que quedó subcampeona en la Eurocopa, recibiendo la medalla con ostentación de asco, para quitársela inmediatamente después, y así demostrar puerilidad de niñatos, desprecio al deporte, mala educación de macarra con Lamborghini. Ah, aquella final era de fútbol. Futboleros del mundo, ¡se puede!

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