¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Saeta

El Viernes Santo es expresión genuina de una España que se niega a desaparecer, por mucho que algunos quieran enterrarla

No compartimos los versos de Antonio Machado en los que muestra su preferencia por el Jesús que anduvo en la mar frente al que padeció en el madero. El primero nos parece demasiado taumatúrgico y simbólico. El segundo, sin embargo, es dolorosamente cierto: el hombre solo ante la muerte. Por eso, en Andalucía, región antropocéntrica y naturalista por excelencia, la fe de los "mayores" no puede ser otra que la de ese Cristo sangrante, melenudo y renegrido como los quinquis de nuestra niñez, una imagen que se aleja mucho de esas estampas almibaradas que muestran un Jesús rubianco y ojizarco y que abundaban en los hogares mesocráticos antes de que Ikea, el laicismo y la abstracción pictórica cambiasen el gusto decorativo del común.

Es difícil reivindicar la importancia del Viernes Santo en una sociedad que esconde la muerte en esos siniestros edificios que son los tanatorios y que prefiere el aroma a coco de los ungüentos playeros al incienso de los altares. Sin embargo, para nosotros, este día siempre nos deja algunas huellas que se van amontonando en ese desván de sombras que es la memoria. Recordamos aquel tascón de pescadores de Rota en el que, sobre una gramola producto de algún trapicheo con los americanos de la Base, alguien había pegado un papel que rezaba: "Hoy es Viernes Santo. No se puede poner música"- dichosa época en la que el silencio aún era posible-. También se nos viene a la cabeza aquella procesión como pintada por Regoyos en Villar del Rey, en la que todo un pueblo, encabezado por sus tarados y tullidos, acompañaba a una Soledad de factura tosca y negrísimo manto de terciopelo sin ningún alamar que distrajese el luto. Viernes Santos hemos vivido también en el Puerto de Santa María, en Madrid, en París, en Portugal, en Villafranca de los Barros, en Bolonia… y en Sevilla, donde la hermandad de La Mortaja pone en la calle, con ritual fantasmagórico y viejo, una de las imágenes más sobrecogedoras del cuerpo yerto del Nazareno. En muchos de estos lugares hemos encontrado Cristos greñudos y apaleados que son arropados amorosamente por niños endomingados y viejas de luto, por tontos y concejales, por petimetres de chaqueta apretada y desfondados padres de familia, por jovencitas que insinúan promesas y agrias matronas de mirada resentida. ¿Qué los convoca al pie de esa cruz en la que una figura sanguinolenta da su último suspiro? Tradición, devoción, fe, aburrimiento, curiosidad… El Viernes Santo es expresión genuina de una España que se niega a desaparecer, por mucho que algunos se empeñen en enterrarla.

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