Hay muchas formas de definir el fascismo, pero yo encuentro especialmente expresiva la que el propio Benito Mussolini (o quien realmente lo escribió, que fue Giovanni Gentile) incluyó en su célebre escrito La Doctrina del Fascismo. Se dice en ella: "El fascismo niega que el número, por el solo hecho de ser número pueda dirigir las sociedades humanas, niega que este número pueda gobernar gracias a una consulta periódica. Afirma la desigualdad indeleble, fecunda y bienhechora de los hombres, que no es posible nivelar gracias a un hecho mecánico y exterior como el sufragio universal". Desde luego, hay muchos otros elementos, de toda índole, que nos ayudan a entender en qué consiste la ideología fascista, pero esta frase tan escueta y, a la vez, tan rotunda nos describe a la primera el rechazo frontal de los totalitarismos hacia algunas de las piedras angulares de la democracia: la búsqueda de la igualdad política, la definición del poder a través de elecciones limpias y libres, y el respeto esencial a los resultados que de ellas se deriven. Si lo tradujéramos a un lenguaje más sencillo, podría decirse que al fascismo no le gusta que todas las personas disfruten de los mismos derechos y menos aún que terminen gobernando "los otros" simplemente porque han obtenido una mayoría de votos en las urnas. Si quieren, se lo resumo todavía más: el fascismo nunca está dispuesto a perder.

Seguro que ya saben por dónde voy… Porque este tufo fascista, este no saber perder, esta cosa de no admitir que el bando contrario ha ganado y que tiene derecho legítimo a gobernar durante un tiempo, subyace a esta moda de los últimos tiempos de llamar al asalto de las instituciones, de ocupar sus espacios y de impedir su funcionamiento. Lo vimos cuando Trump perdió las elecciones y mandó al hombre bisonte y a sus secuaces a sentarse en los escaños del Congreso estadounidense y hemos vuelto a verlo en estos días cuando los alevines de Bolsonaro se han lanzado en tropel contra el Palacio de Planalto, el Congreso y la Corte Suprema de Brasil. No son, como se ha visto, ocupaciones pacíficas de protesta, sino ataques violentos que buscan causar destrozos e imponer su autoridad a través del miedo y la agresión. En Brasil, increíblemente, hasta se ha reclamado la intervención del ejército. En otros lugares, mientras se blanquea a los dictadores del pasado, se coloca alegremente el adjetivo "ilegítimo" detrás de lo que han decidido las urnas. No es nuevo. Hitler, Mussolini, Franco, Pinochet, Videla… acostumbraban a hacerlo: aseguraban que su gobierno era el único posible, el imprescindible, porque de las urnas había emanado un resultado que nos les agradaba y que consideraban "ilegítimo". En el fondo, todo es tan antiguo que da repelús pensar que en este siglo XXI tendremos que ver repetirse todas las plagas bíblicas del pasado: pandemias, guerras, asesinatos, hambre, pobreza… y también esta vieja costumbre de no aceptar que se ha perdido.

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