En estos días, los medios de comunicación han recurrido con frecuencia a la expresión: "Roma no paga a traidores" para encabezar sus crónicas sobre las intrigantes maniobras del grupo político Ciudadanos destinadas a alterar el gobierno, primero de Murcia y después y en función del devenir de los acontecimientos, de toda región o ayuntamiento que se les pusiera a tiro. La frase se atribuye al cónsul romano en Hispania, Quinto Servilio Cepión, quien tras sobornar para que mataran a Viriato a los tres embajadores enviados por el propio caudillo lusitano a pactar una tregua con las tropas romanas, se negó a pagarles las 3.000 monedas de oro prometidas, expulsándolos de su tienda al grito de "Roma no paga traidores". Si los frustrados tránsfugas murcianos tuviesen unas elementales nociones de historia, deberían haber sospechado que, como les ocurrió a los asesinos de Viriato, la deslealtad no es recompensada ni siquiera por aquellos que la fomentan. Por desgracia, los españoles estamos acostumbrados a ver estos episodios bochornosos que consiguen con pasmosa facilidad alterar la teórica voluntad popular expresada en las urnas. Es un defecto congénito de una democracia lastrada ya en origen por una serie de condicionantes que, teniendo la intención de protegerla de eventuales veleidades autoritarias, terminaron por bastardearla hasta convertirla en una oligarquía partitocrática. Una ley electoral con listas cerradas y bloqueadas facilitó que todo el poder se concentrara en las cúpulas de los partidos y que por tanto sea ante los gerifaltes de su formación ante los que tienen que rendir cuentas quienes supuestamente no deberían tener mayor tarea que defender los intereses de los ciudadanos que les eligieron. La estructura fuertemente jerarquizada de los partidos impide la existencia de democracia interna imponiéndose siempre la férrea ley dictada por unos pocos dirigentes, esto es, el partido manda y el diputado obedece (lo que fomenta que se escojan, en lugar de personas valiosas, a personas sumisas). En este estado de cosas la máxima aspiración de la mayoría de los que hacen de la política una profesión es poder vivir desahogadamente del presupuesto público y, si fuera posible, utilizar su cercanía al poder para favorecer a amigos y familiares. El transfuguismo es otro recurso más para aferrarse a los cargos ya sea para hacerlos más rentables (compraventa de votos y voluntades) o para subsistir como las ratas que abandonan el barco cuando este se va a pique (como ahora ocurre con Ciudadanos). Como buenos roedores, los disidentes murcianos han sido la avanzadilla que se ha apuntado al bote salvavidas de los socialistas cuando han visto como el torpe y narcisista manejo de la capitana Arrimadas hunde definitivamente un barco en que muchos ciudadanos depositamos, en un tiempo que hoy se antoja lejano, las esperanzas de regeneración política. Lo justo es que, como Roma, sus votantes no paguen a traidores.

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