Revelaciones

¿Cómo vamos a opinar y a arreglar el mundo si no somos capaces de arreglar nuestra propia vida?

Katherine Mansfield escribió un cuento sobre una mujer burguesa, muy aburrida de su vida, que un día va a la peluquería. Su peluquero tarda en aparecer, y cuando llega, está distraído y torpe. Se le caen las tenacillas para el pelo. Luego, en vez de conversar, guarda un tenso silencio. La mujer lo interpreta como una imperdonable falta de consideración por parte del peluquero. Empieza a sentirse mucho más aburrida y mucho más desdichada. Siente ganas de llorar. Cuando se va, el peluquero le cepilla el abrigo. Y entonces le confiesa la verdad: su hija ha muerto aquella misma mañana.

Me acuerdo a menudo de ese cuento, Revelaciones, cuando pienso en las circunstancias de los que escribimos en la prensa. Se supone que debemos dar nuestra opinión sobre cualquier hecho que haya ocurrido en el mundo -unas elecciones, un nuevo caso de corrupción, una nueva ley educativa, una huelga, un crimen-, pero a veces nos sentimos como el peluquero del cuento de Katherine Mansfield. Y no porque se nos haya muerto una hija, no (y toco madera), sino porque nuestras circunstancias personales no son las mejores y sentimos cualquier cosa menos el deseo de opinar sobre lo que ocurre en el mundo. ¿Cómo vamos a opinar y a arreglar el mundo si no somos capaces de arreglar nuestra propia vida? ¿Y cómo vamos a interpretar la compleja realidad del mundo si ni siquiera sabemos interpretar lo que nos ocurre? Pero aun así, igual que el peluquero del relato, tenemos que cepillar el pelo y conversar con nuestra clienta sobre si va a llover o no va a llover. Nos guste o no, estemos de ánimo o no.

Lo digo porque un viejo periodista me contó una vez que acababa de escribir su crónica diaria después de haber ido a visitar a su esposa moribunda en el hospital. Y me contaron el caso de otro periodista que siguió escribiendo sus crónicas cuando su hijo acababa de morir de una sobredosis. Por supuesto que miles de profesionales de otras muchas actividades han vivido lo mismo, y nos puede llevar al aeropuerto un taxista que acaba de perder a su mujer o nos puede operar una médica que acaba de perder a su hija. Pero es bueno saber que estas cosas ocurren, sobre todo en estos tiempos de griterío y postureo ideológico, cuando todos nos comportamos como la señora histérica del cuento de K. Mansfield y apenas nos acordamos del peluquero que acaba de perder a su hija.

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