Réquiem

En lo referido a la caridad, se ve bien la superioridad moral de la fe católica respecto a la doctrina reformada

Cierta clase de soberbia ideológica tiende a despreciar la labor asistencial de la Iglesia, pero no hace falta pertenecer a ella en sentido estricto para apreciar en lo que vale la admirable entrega de los religiosos o seglares que regalan su tiempo para atender a los necesitados, no siempre recibidos por las administraciones con el respeto y la disponibilidad que se derivan de la compasión genuina. No es que no hayamos tenido inquisidores y clérigos obsesionados con perseguir a los pecadores, pero en todo lo referido a la caridad, que es amor, se ve bien la inmensa superioridad moral de la fe católica respecto a la doctrina reformada, una variante casi perversa del cristianismo que se empeña en culpar a los desgraciados de sus desgracias. Siempre que se refería a Miguel Mañara y Vicentelo de Leca, padre mencionaba su segundo apellido, oriundo como el primero de la Córcega genovesa. Noches pasadas leíamos en el hospital, mientras velábamos su agitado sueño de postrimerías, el librito de un sacerdote que desmiente con devoción entrañable la identificación del abnegado calatravo -debida a los franceses noveleros, que no se enteraron de nada- con el pintoresco don Juan de la leyenda. Cierto es que el propio Mañara decía haber servido en sus años de juventud a Babilonia y al demonio, siendo esa confesión tal vez retórica, amplificada por las fabulaciones, lo que ha impedido que alcance los reconocimientos de la beatitud y la santidad, pero el verdadero milagro habría tenido menos que ver con improbables prodigios que con la realización, bien documentada, de su gran obra, nacida del deseo de darse a los desheredados. Pese a la mole informe que erigieron a la vera, el jardín secreto de la Caridad, inaugurado a comienzos del siglo pasado en el solar situado frente a la fachada del Hospicio -Domus pauperum, scala Coeli- anejo a la hermosísima iglesia de San Jorge, sigue siendo uno de los lugares más íntimos de una ciudad que ya apenas conserva espacios silenciosos. Allí nos sentábamos con padre a tomar el bendito sol de las mañanas laborables, junto al conmovedor monumento de Susillo. Resguardados del bullicio, nos decíamos entre risas lo bien que estaríamos acogidos por la venerable institución, haciendo la ronda diurna por las tabernas del barrio para llegar a la hora de recogerse un poco trastabillados. Todo se acaba, como escribía don Miguel, y no ha habido tiempo. Las monjas clarisas, en los alcores, ya han rezado por su alma. Y en el cielo tienen los ángeles más rumbosos montada una barra donde sirven puros baratos y ginebra de garrafa, sin hielo, por supuesto. Y el buen Dios los quiere tanto más a los viejitos malos.

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