Ahora que el cadáver de una reina y su heredero se pasean por sus predios sin prisa y sin recato quizás convenga recordar que la exaltación de la monarquía es tan antigua como su rechazo y que el reino de la Gran Bretaña fue uno de los primeros, precisamente, en dar ejemplos. Desde siempre, hay quienes gustan de la monarquía porque creen que conserva las tradiciones, mantiene el orden de las cosas y proporciona una continuidad natural a la política que evita sobresaltos desagradables y períodos de conmoción, en los que el dinero y la posición suelen desaparecer por las alcantarillas. No menos peso tiene el hecho de que la monarquía genera por sí misma una envolvente estética que despierta adoración entre muchos, sean de la más encaramada elite o del más humilde pueblo trabajador. Se decía en la Francia de Varennes que, si Luis XVI hubiera intentado huir del país revestido con su capa de armiño y portando su corona y no disfrazado como un común comerciante de provincias, difícilmente el pueblo se hubiera lanzado contra él con su hoces y rastrillos. Del otro lado, hay quienes prefieren los riesgos de una sucesión electoral y las incertidumbres del cambio porque consideran que la monarquía simboliza el conservadurismo, la desigualdad y un concepto del privilegio que debe ser desterrado. En ambos casos, monárquicos y republicanos coinciden en un punto: para que el régimen sea legítimo, el gobernante debe ser "justo", si bien -no nos engañemos- es muy posible que el concepto de justicia sea distinto para cada persona en función de sus circunstancias y sus expectativas.

En cualquier caso, las actitudes a favor o en contra de las coronas -más allá de las de un pequeño grupo de sesudos intelectuales- operan siempre, como tantas otras realidades políticas, en el plano de lo simbólico. Bastaría darse un corto paseo por la historia africana o sudamericana, por poner un ejemplo, para darse cuenta de que el republicanismo no siempre ha servido para garantizar la justicia ni la equidad ni el respeto a los derechos humanos y que la transición desde él hacia los fenómenos dictatoriales ha sido a veces muy cómoda. Lo mismo podría decirse, en fin, de muchas monarquías que todavía hoy día comportan un absoluto menoscabo de los valores democráticos y sobre las que se asientan la pobreza, la falta de libertad o la discriminación.

La muerte de Isabel II nos sitúa ante el espectáculo de los componentes simbólicos de la política y la geopolítica en todos sus planos, sin faltar ni uno solo. Y en todo el planeta. No en vano, ha muerto la reina de la Gran Bretaña, pero también la reina a la que habían jurado lealtad 14 repúblicas de la Commonwealth (esa entidad que McIntyre describió como "una asociación poco firme de Estados cuya relación con Gran Bretaña y entre sí a menudo desafía la definición"), entre ellas Canadá, Australia y Nueva Zelanda.

No me negarán el grave peso de los símbolos y la sutil levedad de las contradicciones.

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