EL alumbramiento de un nuevo consenso entre los dos grandes partidos nacionales, en este caso sobre la reforma de la Constitución para fijar un límite al déficit público, ha molestado sobremanera a las minorías nacionalistas, mal acostumbradas a sacar una notable rentabilidad política a su escasa representación parlamentaria. Ciertamente, el pacto PSOE-PP en el que el primero asume las posiciones del segundo acerca de la estabilidad presupuestaria adolece de precipitación y estaría más legitimado si hubiera sido precedido de un amplio debate y el veredicto posterior de los ciudadanos en las urnas, por más que venga obligado por las turbulencias financieras que se intensificaron en pleno mes de agosto. No obstante, las enmiendas formuladas a la proposición reformista PSOE-PP por los nacionalismos revelan hasta qué punto se han visto descolocados de la política nacional y de qué modo reaccionan con voluntad particularista, aunque sean ellos los que acusen a sus adversarios de romper el consenso constitucional. Convergència i Unió, que ni siquiera participó en la votación para la toma en consideración de la reforma, ha presentado ocho enmiendas con una premisa común: consagrar la autonomía financiera de Cataluña en materia de déficit y deuda y poner límites a la solidaridad catalana con el resto de España, privando al Gobierno de la Nación de sus competencias en política económica y apostando por un modelo territorial de carácter confederal y completamente ajeno a la Constitución. Por su parte, el Partido Nacionalista Vasco pretende subordinar su apoyo a la reforma a que se aproveche la coyuntura para reconocer el derecho de autodeterminación de Euskadi, en una especie de segunda edición oportunista del Plan Ibarretxe. Otra minoría, Izquierda Unida, plantea que el proceso de reforma recoja la elección ciudadana entre Monarquía y República. Son reacciones excesivas, que denotan el malestar de estos grupos con el nuevo consenso de los mayoritarios.