Reaccionarios

Quienes chapotean en los lodos tóxicos del nacional populismo son o pueden acabar siendo los mismos

Con razón suele recordar Luis Sánchez-Moliní que el abuso del adjetivo fascista -por ejemplo, entre nosotros, a la hora de calificar a los herederos y usufructuarios del terror abertzale, de autoproclamada y en teoría inequívoca filiación socialista- exime a la extrema izquierda de su connivencia con prácticas o regímenes criminales, como si la pulsión autoritaria, el matonismo y la apología de la violencia fueran exclusivos de la ultraderecha. Si acudimos a la Historia, la facción filogermánica fue minoritaria en el fascismo español, sin duda porque el sustrato católico de la mayoría de los jerarcas falangistas -para no hablar de los ministros de la Iglesia, que junto al estamento militar fueron los verdaderos soportes de la dictadura- se compadecía mal con los desvaríos y mixtificaciones del paganismo nazi. Y por el contrario, como ha explicado Juaristi, el nacional-socialismo hispánico estuvo bien representado por las siniestras figuras de Jon Miranda y Federico Krutwig, el olvidado autor del infumable Vasconia, o en el caso catalán por los Dencàs y Badia, hoy vergonzosamente reivindicados por una parte -la más extremosa y corrupta- de la tribu independentista. Muy influidas por los llamados movimientos de liberación nacional en tierras americanas, es decir por su discurso redentor y más o menos leninista, y también por el indigenismo, cuya razonable legitimidad histórica ha quedado bastante mermada por el abuso de la ideología, las izquierdas nacionalistas se sintieron fortalecidas por el triunfo de la revolución en Cuba, cuyo lema, "patria o muerte", podían suscribir con entusiasmo. Años después, abandonaron ese lastre tras el desplome del orden soviético y ya no se diferencian más que nominalmente -el ejemplo catalán es elocuente al respecto- de los aliados de la derecha soberanista, aunque sigan manteniendo lazos sentimentales con sus mitos y relaciones peligrosas con toda clase de caudillos. Ahora bien, parece evidente que quienes hozan o chapotean en los lodos tóxicos del nacional populismo son o pueden acabar siendo los mismos, vengan de donde vengan, y en ese sentido no es extraño en absoluto que la abominable figura del tirano ruso, por ceñirnos a la actualidad, merezca o haya merecido simpatías -ahora tratan de marcar distancia, pero ahí están las hemerotecas- en sectores vinculados a los dos extremos del arco. No es que renazca la galaxia rojiparda, como denuncian con sobreactuación los gauchistes exquisitos, sino que los reaccionarios de todo pelaje -los nacionalistas lo son casi por definición, aunque se declaren en la vanguardia del progreso- acaban por confluir en la exaltación identitaria.

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