Pedro Sánchez, nuestro presidente en estos días del virus, nos está mostrando perfiles de su personalidad que, lejos de tranquilizar a una población confinada y asustada, aumenta su inquietud y desanima su esperanza. Así, sólo a partir de una mórbida soberbia puede seguir manteniendo que en España todo se ha hecho bien. Eso, con decenas de miles de cadáveres abandonados en el gélido número de una estadística, es un insulto a nuestra inteligencia y una mentira que, no por mil veces repetida, llegará jamás a ser verdad. Ignoro si nos engaña o se autoengaña. Lo primero sería grave; lo segundo, catastrófico. Si Sánchez verdaderamente piensa que su gestión ha sido impoluta, que tomó todas las medidas exigibles y a su debido tiempo, lo que ha perdido es la percepción de la realidad, se ha atrincherado en su sinrazón y nada de lo que en el futuro decida se asentará sobre bases sólidas. En cualquier crisis, lo esencial para superarla y evitar posteriores errores es no equivocarse en el diagnóstico. Uno espera de sus dirigentes que, cuando vienen mal dadas, sean capaces de hacer un ejercicio de honestidad, que reconozcan lo obvio y, a partir de ahí, no dilapiden más esfuerzos ni más vidas. No, no hemos sido un ejemplo de eficacia y de previsión frente a la pandemia. Le falta a Sánchez la modestia de asumir que valoró mal los riesgos, que él, como tantos otros líderes mundiales, no supo prever la auténtica dimensión de la amenaza. Y miren que eso le haría más humano y menos débil, que, al cabo, le fortalecería.

Justamente esto, modestia, es lo que solicitaba no hace mucho Jesús Carballo en El Confidencial. Quizá sea pedirle demasiado. Es tanto su afán de protagonismo, y tan hermética su torre de marfil, que prefiere hundirse, y hundirnos, antes que dejarse ayudar por los que, ahora, estúpidamente considera enemigos. No acaba de interiorizar, me parece, que salir de este infierno es tarea común, en la que todas las manos, vengan de donde vengan, son imprescindibles. No es de recibo reclamar auxilio con la boca pequeña mientras, de inmediato, se insulta con la grande.

Quisiera creer que sus palabras de unidad y colaboración no esconden intenciones torcidas. Quisiera creerle cuando asegura que "nos necesitamos todos para volver a poner en marcha este país". Pero hoy, presidente, todavía no puedo. Acaso porque aún no he visto en sus ojos un mínimo destello de contrición, humildad, compasión ni grandeza.

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