Lo que les voy a contar, les podrá parecer el guion de una de las películas navideñas que las televisiones suelen programar en estas fechas, pero es totalmente real. Sucedió hace justamente dos años en el día de Nochebuena. Habían venido unos amigos a felicitarnos y cuando estábamos en la puerta de casa despidiéndolos, una bola de pelo blanco se coló, como un rayo, desde la calle y se situó entre nosotros con una sonrisa cautivadora. Pensamos que era el perro del vecino que se había escapado, pero cuando le llamamos, apareció con el suyo en los brazos. Buscamos por las calles cercanas por si alguien lo había perdido, pero nadie apareció.

Mi hija Mara que había venido de Italia, donde reside, y que es una amante de los animales y de los Simpson, recordó al momento que había un episodio de la serie, en que había sucedido lo mismo y por ello el perro de la familia se llamaba, "Ayudante de Santa Claus". Referencias al margen, el intruso estaba muy sucio lo que abonó la teoría de que era un perro abandonado. Pensé que posiblemente estuviera hambriento y le arrimé un cuenco con leche templada. Sucedieron dos cosas. Una que acabó con la leche en un periquete y la otra que me identificó como su dueño desde ese mismo momento. Decidimos esperar a que pasara la fiesta y llevarlo al veterinario. En un balde grande le dimos un lavado de emergencia del que salió feliz como una perdiz y comió hasta hartarse de la comida que le compramos en un supermercado. Lo curioso del caso es lo rápido que se adaptó a la familia. A uno le hacía una carantoña, al otro se le tumbaba panza arriba para que le rascara y siempre acababa sentado a mi lado, para que me fuera acostumbrando a su presencia constante.

Pasada la Nochebuena, lo llevamos a la veterinaria, que tras pasarle una pistola electrónica, detectó que llevaba un microchip procedente de otra comunidad autónoma. Realizó varias llamadas telefónicas para encontrar al dueño y los teléfonos ya no existían. Colocamos su foto en las webs de perros extraviados y nadie respondió. Seis meses más tarde, pudimos ponerlo a nuestro nombre, aunque ya mucho antes, había robado el corazón a nuestra familia y amigos. Con decirles que mi santa tenía una especie de fobia a los perros y hoy Quillo duerme la siesta en su regazo… No elegí a un perro. El perro me eligió a mí.

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