Puertas cerradas

Ahora vivimos momentos en los que debemos recurrir con excesiva frecuencia a la memoria y la imaginación

Las puertas cerradas se pueden franquear con la memoria y la imaginación: instrumentos infieles e inseguros, pero capaces de hacer revivir lo perdido o crear imposibles, que no es poco.

Recuerdo el olor a maíz tostado de la puerta de los almacenes Mérida, en una muy transitada calle Tarifa. Desde el cruce de la Puerta del Sol me acercaba hasta la esquina donde las palomitas eran antesala de cajas con discos de vinilo en lluviosas tardes de vidas por vivir; el de castañas asadas frente a la sastrería de Cardona, donde Fernando tomaba medidas a unas telas sobrias pensadas para que duraran la eternidad de unos cuantos años por encima de modas y temporadas; el de las japonesas con miel de la Palma Real, justo a un paso de Villanueva, donde cada vitrina era un resumen de todo lo que se podía comprar; el olor a calas y alelíes recién cortados frente a la capilla de Europa, que bajaba por la calle Real hasta llegar a Fillol, la tienda grande con escaparates pequeños, donde lucían abanicos de nácar, mantillas de Valenciennes, guitarras de Granada y tartanes escoceses que colgaban de techos muy altos sobre rubias vendedoras de uniforme; el olor a merengue recién montado que salía de la fachada verde de la Rosita; el de pintura y esmaltes que emanaba de la droguería de Trelles bajo unas vigas de madera de donde colgaban cubos de cinc antes de la invasión del plástico; el olor a pipas y a madreselva que venía de las puertas abiertas de los cines de verano; el de la moqueta rojiza que cubría los pasillos del Florida, tachonada con chicles de sesiones dobles; el olor a café de máquina y a timbas ocultas que flotaba en las puertas del Piñero; el de ensaladilla rusa del Eusebio y el de aceitunas de casa Montes; el olor a adobo del bar Kito o el de vino peleón de la Bahía, frente al convento que dio nombre a la calle; el de las suelas Gorila de La Bomba, el de tinta recién impresa de los tebeos que compraba en la librería Bécquer o el de las viejas revistas que cambiaba en el mostrador de Antonio, en su casa de cal y sombra de la calle Las Huertas.

Hoy perviven los olores, pero todas esas puertas cerraron y muchas más lo han hecho en estos meses de pandemia y prohibiciones, miedo y confinamientos; tiempos de centros comerciales cubiertos lejos de calles abiertas al cielo donde cada vez más puertas cerradas echan el candado a parte de nosotros mismos. Nada es eterno. Lo que define la existencia es el continuo cambio y ahora vivimos momentos en los que debemos recurrir con excesiva frecuencia a la memoria y la imaginación para levantar tantos cierres que el tiempo hostil ha venido bajando, a la espera de que las puertas vuelvan a abrir algún día y nuevos olores generen futuros recuerdos.

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