Bares, qué lugares tan gratos para conversar, decía una canción de Gabinete Caligari. Y para leer el periódico en papel, incluido el "de la casa", que a eso de las diez cursa con lamparones en la esquina inferior de la derecha en las pares: como el veneno que corre entre los monjes de El nombre de la rosa, los parroquianos se transmiten restos de aceite virgen extra y quién sabe qué otros humores. Cosas de la pasión por el gratis. En cafeterías y bares socializamos de forma trivial e indolora, cotilleamos con mayor o menor disimulo, todavía hay señoras que leen libros que fueron celulosa, algunos mayores se sienten arropados y quizá escuchados. O ahogan el abandono de sus hijos en aguardiente, mientras encima presumen de ellos y de sus nietos, a quienes tampoco ven crecer.

Hay un asunto crucial para la marcha de estos centros sociales de primer orden: los camareros. Los sufridores de la maniática de la alquimia de su café y su tostada: "El mío de siempre, Quini, no como el de ayer, descafeinado largo con semidesnatada del tiempo en vaso de caña, muy calentito, dos sacarinas, y la media de abajo bien pasadita con mantequilla derretida y pavo". Quienes están detrás de la barra suelen ser -ya se ve- sufridos y pacientes, pero también confidentes, cosarios de paquetes y llaves, comentaristas deportivos, bien puede que con el tiempo amigos. Aunque los habrá, claro, impertinentes, bordes o escaqueados, por lo general un camarero o camarera es un sparring cuya tarea, como suele decirse, "no está pagada".

Por todo eso, y sobre todo por lo menguado de sus salarios y las tremendas peonadas, debemos valorar la función social del camarero. No lo hace así la ministra recién llegada a la Hacienda Pública, María Jesús Montero, que ha movido a una Dirección General de su ramo a advertir que las propinas son salario y que deben ir incluidas en la nómina y, por tanto, tributar. Vaya por delante que hay un dinero negro de subsistencia que nada tiene que ver con los que generan el delito y también de actividades legales de postín, que elude el fisco. Hay un dinero negro benéfico: el de la asistenta del hogar por horas, el del músico callejero, el del universitario que da clases particulares. El de las propinas. Ir contra ese extra no ya es mezquino, sino que es todo lo contrario de progresista. Y, ¡ay!, implica reconocer que nos estamos convirtiendo en Camarerolandia. Y Montero ha detectado otra teta que ordeñar. Si se le hubiera ocurrido a Montoro, madre mía.

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