Pronósticos

Esos mecanismos destinados a avivar una ingenua credulidad ya han perdido gracia

Estos días resultarían muy rentables para Torres Villarroel, aquel escritor dieciochesco, lleno de ironía, ocurrencias y dotado de excelente prosa. Captó que la gente, asustada ante las incertidumbres del futuro, confiaba en cualquier vidente que ofreciera seguridad, si justificaba sus profecías con imaginación y gracia. Villarroel olfateó que ese tipo de adivinanzas era buen negocio. Y vendía, con buenas tiradas, almanaques de sus Pronósticos, escritos con intuición y sabiduría popular. Fue un adelantado, en España, de lo que más tarde se llamaría industria cultural: literatura convertida en mercancía.

En estos tiempos también inciertos, rodeados de temores, herederos de Villarroel han tomado la palabra. Unos predicen un porvenir calamitoso, desvelan conspiraciones y barruntan apocalipsis; otros, vaticinan, con optimismo, la superación pronta de los males. Discursos que se prodigan con facilidad porque ahora, igual que en el siglo XVIII, muchos ciudadanos andan desnortados, necesitan que le alumbren el futuro. Que le aseguren lo que va a pasar, aunque eso supone admitir que su destino y el remedio de sus males está en otras manos. Sin embargo, aquel desconcierto dieciochesco, en el que pescaba diestramente la pluma de Villarroel, ya no tiene razón de ser. Hoy hay otras luces, aunque haya que buscarlas. Y a eso no ayudan los nuevos Villarroel, que quieren mantenerse como intermediarios exclusivos, capaces de descifrar -según sus intereses- el porvenir que acecha.

Los ilustrados del XVIII pelearon, en su momento, frente a Villarroel, para que la gente pensara y no creyese en profecías, ni astrología, ni jeroglíficos que vaticinaran el futuro. Ese era el paso requerido para entrar, como adultos, en los tiempos modernos. Pero otra vez, estos nuevos profetas se han impuesto. Incluso se han aliado, en muchos casos, con ciertos políticos, tranquilizados al ver cómo sus ciudadanos ponen sus esperanzas en escuchar pronósticos, adobados siempre con fórmulas magistrales. Con escasa o nula intervención de unos ciudadanos que han perdido así la gran ocasión de participar y gestionar su enfermizo presente. Porque leer los pronósticos de Villarroel resultaba divertido, estaban llenos de ingenio para contentar a un público desorientado y ávido de certezas. Era una sabia fórmula para administrar el miedo público, e, incluso, beneficiarse de él. Pero tres siglos después, esos mismos mecanismos destinados a avivar una ingenua credulidad ya han perdido gracia. Sólo sirven para distraer y hacer olvidar que la única manera, de aclarar el futuro es apropiárselo y vivirlo ya, sometido a escrutinio, desde presente de cada día.

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