Progresismo

Nos sentimos huérfanos de voces autocríticas, capaces de pensar al margen de los esquemas consabidos

Como ha ocurrido desde siempre en la tradición política e intelectual de la izquierda, las posiciones más interesantes no son las que se mantienen inamovibles desde una actitud que reproduce la de los creyentes hacia las verdades reveladas, sino las que revisan desde dentro un legado que no puede suscribirse sin variación a la vista de los cambios de las últimas décadas -en noviembre de este año se cumplirán treinta años desde la caída del muro de Berlín- y de la evidencia incontestable de que algunas de las soluciones tradicionalmente defendidas por los partidos de inspiración socialista han conducido a vías muertas. Una cosa es la lealtad sentimental, que podemos compartir, o la comprensión de las circunstancias que alimentaron las experiencias revolucionarias, y otra es actuar como si no conociéramos las lecciones de la Historia. A los resabios autoritarios de quienes miran hacia otro lado cuando se habla de los abusos y desafueros de regímenes indefendibles, como lo eran los que durante tanto tiempo proyectaron el espejismo del paraíso en la tierra, se suma el hecho de que tampoco la izquierda inequívocamente democrática se muestra a la altura de lo mejor de su linaje. Muchos de los que seguimos creyendo en la necesidad de avanzar hacia sociedades más justas e igualitarias nos sentimos huérfanos de voces autocríticas, reacias a los dogmas, capaces de disentir de las propias filas y de pensar al margen de los esquemas consabidos. Llegados a cierto grado de retroceso, por ejemplo, lo que hemos venido llamando progresismo pasa por sostener una visión literalmente conservadora. Esto es muy claro en el ámbito de la ecología, pero también si nos referimos a los derechos asociados al menguante Estado del Bienestar o cuando se trata de evaluar las consecuencias menos amables de la celebrada revolución de las tecnologías, cuyos principales beneficiarios han logrado que aceptemos el asalto sistemático a la privacidad con un fatalismo incomprensible. En ciertos terrenos, el supuesto progreso ha sido más bien una regresión y genera, más allá de las etiquetas, lógicas corrientes de resistencia. Se habla mucho y no sin razón de la crisis de la socialdemocracia, pero tampoco los valores democristianos, despreciados por el populismo liberal, pasan por su mejor momento. En última instancia, es el gran acuerdo tácito de la posguerra, que introdujo herramientas igualadoras y redistributivas -en España hubo que esperar hasta la restauración del sufragio-, lo que cuestionan ahora tanto los nostálgicos de las revoluciones pasadas o pendientes como los partidarios, cada vez más crecidos y desafiantes, del individualismo despiadado.

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