Se acercan las elecciones municipales, se nota la presencia de los políticos por nuestras calles. Sus sonrisas llenan actos culturales, deportivos, educativos y religiosos. Sus manos buscan apretar las del mayor número posible de ciudadanos. Pronto empezarán a cubrir nuestras fachadas con sus rostros. Sacan tiempo de donde no lo tenían, nos interpelan educadamente, incluso parecen que nos escuchan, que quieren saber y conocer nuestra opinión.

Pero ¿y los programas electorales? Un programa electoral no es una exaltación de victoria de lo realizado; las exaltaciones, para las Vírgenes. Tampoco es un pregón de buenas intenciones o un sermón de lo mal que lo hace el actual gobierno o la incompetente oposición.

Algunos dicen que para qué dedicarle tiempo, si nadie se los lee. O para qué leerlos si es un simple manifiesto de buenas intenciones, de promesas o compromisos sin ninguna obligación de cumplirlos. Pues a mí me gusta leerlos y sobre todo contrastarlos.

Soy un simple maestro y en principio lo he comparado con las programaciones educativas, pero nuestras programaciones están reguladas y fiscalizadas, son de obligado cumplimiento. Pero los políticos pueden decir B y hacer V, sin incurrir en ninguna falta.

Un programa electoral tiene que ser más. Un programa electoral es el contrato político entre candidatos y el partido que lo presenta con el electorado. El incumplimiento no es degradación del sistema democrático, nuestra democracia es sólida, aunque algunos nos sigan anunciando fantasmas. Es la bajeza del partido que incumple. O, en el peor de los casos, del político en concreto que ha mentido, que no ha sabido o no ha podido realizar lo programado.

Es de riña de niños en el patio del recreo el sacar un listado de deficiencias de la ciudad o de promesas incumplidas por los gobernantes por parte de la oposición. Llego a la conclusión que en realidad no se quiere indicar sus fórmulas para resolver esos problemas porque tampoco saben cómo solucionarlo.

Algunos políticos nos tratan como si fuésemos ignorantes del quehacer diario, que no tenemos memoria política. Los que no tienen memoria política son ellos. Un partido puede pasar, y ha pasado, de la mayoría a la oposición. He contemplado alcaldes que presidían todas las procesiones, al que los hermanos mayores cedían la vara dorada, a pasear ahora por la calle Real y no saludarlos nadie. La política puede ser muy cruel y el olvido es inmediato.

Mal marinero es el que no tiene ruta, el que no tiene puerto de destino; él rodeará todas las tormentas, pero no navegará, solo se paseará y perderá el tiempo. Mal político es el que no programa seriamente su proyecto para una ciudad, para la ciudadanía.

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