Hay veces en las que uno se pregunta si no vivimos en una sociedad voluntariamente cohibida que se avergüenza por no saber algo que no tiene por qué saber y finge hacerlo. Esto puede ocurrir por pura simpatía inocente o por pudor a desmarcarnos de la condición de igual que creemos que debe unirnos a una persona cuando la realidad es que en la diferencia está lo más interesante de cualquier relación.

A todos nos ha pasado porque todos somos, sin excepción, un poquito imbéciles de vez en cuando. A ver a quién no se le ha quedado una cara de primate de aúpa cuando le han hablado de un grupo de música que no conocía y se ha inventado que se lo ponía su padre en el 99, y a ver quién no se ha hecho el interesante, manita en barbilla, cuando su interlocutor le explicaba que la constante de Planck es absolutamente indispensable para ir a comprar el pan. No falla: todos asentimos cuales merluzos, comienzan a corrernos los sudores fríos y rezamos para que el primero no nos pregunte cuál es nuestra canción favorita del disco tal y para que al segundo no le dé por sacar papel y boli y nos ponga a hacer fórmulas en búsqueda de la rebanada calentita.

Pero de todas las razones por las que fingimos saber, la más grave es la del miedo. El miedo al rechazo y a que te tachen de deficiente cultural. En esto mucho tiene que ver la jauría de listillos de turno que corretean por ahí con el medidor de analfabetismo que les nace del escroto adoquinado. Aquellos que ven en el argumento de autoridad una máquina de opresión instructiva en lugar de utilizar su conocimiento con elegancia: "Eso que dices es una tontería porque yo, que soy inspector de posicionamiento de troncos en chimeneas, puedo decirte que…Ay… Si leyeses un poquito…".

Hace unos días conocí a una chica en una fiesta. Hizo algo que siempre hay que valorar en estos encuentros sociales de "mañana no me acuerdo de tu cara": interesarse por mi vida. En un punto de la conversación, le apareció ese miedo a que yo fuera uno de esos bípedos juzgadores y se anunció con prudencia: "Perdona si esta te parece una pregunta estúpida, pero…".

Más tarde, pensé en algo que debería haberle contestado en lugar de haberle lanzado una sonrisa amigable: qué importante y saludable es reivindicar la existencia de preguntas estúpidas. Porque una pregunta estúpida no convierte en estúpido a quien la formula. Estúpido es aquel que se cree poseedor de un conocimiento privilegiado y considera inferior al resto por el simple hecho de hacer algo muy revolucionario y escaso en nuestros días: interesarse por saber y expresar su opinión sin tapujos disfrazados de pudor. ¿Qué cojones es la constante de Planck?

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