De entre todos los personajes propios de la Semana Santa, el villano por excelencia (incluso por encima de Judas) es el prefecto Poncio Pilatos, al punto de ser el único en haberse ganado el ignominioso honor de aparecer nombrado como causante de los quebrantos de Jesucristo en una de las más conocidas oraciones cristianas, el Credo: "… y padeció bajo el poder de Poncio Pilatos". Sin embargo, una lectura atenta de los evangelios desvela que el magistrado romano antes que maldad, lo que tuvo fue desidia.

Hace dos mil años Judea era una provincia en los límites del Imperio Romano con un grado de civilización tan alejado del de la metrópoli como la distancia que le separaba de ella. En ese territorio hostil, la relación de los romanos con los oriundos venía a ser similar a la que tiene el actual Imperio (USA) con algunos díscolos países musulmanes y la misión del prefecto romano muy parecida a la del general de marines que manda tropas acantonadas en Irak o Afganistán. Así cuando en Jerusalén el Sanedrín presentó a Jesús ante Pilatos, este debió sentirse como el militar americano al que en Bagdad le piden que haga de juez en las confusas disputas religiosas entre sunitas y chiitas. Resulta obvio que los espías romanos (la CIA de entonces) conocían bien a ese tal Jesús que, acompañado de unos cuantos discípulos, llevaba tres años sermoneando por aquellas tierras y también que no suponía ninguna amenaza para Roma ya que, en caso contrario, (tal como hacen sus colegas yanquis) lo habrían "neutralizado" sin miramiento alguno. A quienes de verdad incomodaba Jesús era a los judíos y estos, chantajeándole con una revuelta popular forzaron a Pilatos para que les resolviese el problema. Como máxima autoridad el prefecto no pudo eximirse de juzgarlo. A pesar de no entender nada del críptico lenguaje de Jesús, no halló en él delito alguno e intentó liberarlo recurriendo a la costumbre de soltar un preso por Pascua. No obstante, los judíos prefirieron perdonar a un reputado asesino: Barrabás y a Pilatos no le quedó más opción que torturar a Jesús y presentarlo ante la gente ("Ecce homo") en un estado lastimoso, flagelado y coronado de espinas. La masa quería más sangre y exigió la crucifixión. Pilatos harto ya de mediar en un asunto que ni le iba ni le venía, accedió a firmar la condena de muerte y mandó escribir en la preceptiva tablilla con el motivo de la ejecución: "Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum" (el famoso INRI). Los sacerdotes se percataron de que el rotulo era, de hecho, una confirmación de la verdad del Mesías y demandaron su rectificación a lo que Pilatos se negó diciendo: "Lo que he escrito, escrito está". Aunque se lavó las manos, Pilatos mostró más respeto por Jesús que muchos de los que beben los vientos por él en estos días de Semana Santa.

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