Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Pío, pío

La idea del bien común es a estas alturas una antigualla: todo se sostiene en el triunfo estelar del ego

Estos días celebra Twitter sus quince años de actividad convertida en una red social de éxito y de influencia masiva. Ciertos análisis publicados recientemente con motivo de la efeméride invitan, sin embargo, a tomar con precaución semejante consideración: el número de usuarios que deciden salirse del invento y buscar compañía en otras redes ha crecido notablemente en los últimos años, así como el de cuentas creadas pero no efectivas, esto es, sin uso (cuestión aparte son los bots alimentados por algoritmos sin más fin que el de añadir cáscaras vacías a la presunta muchedumbre). Lo que no le puede negar nadie a Twitter es su eficacia a la hora de fomentar la especulación: la red desarrolla un enorme poder de sugestión cuando se trata de convencer al más pintado de que lo que se cuece en sus entrañas es el mundo real, por más que la realidad se empeñe en darse de otro modo aunque nadie se dé cuenta. Hace cosa de una década, Twitter parecía el termómetro más fiable para que periodistas, analistas, políticos, lumbreras del mundo académico y otros agentes tomaran el pulso a lo que pasa, advirtieran la dirección de los debates, comprobaran las consecuencias de los acontecimientos, de primera mano, sin intermediarios. Pero, claro, el intermediario estaba ahí, como un elefante en nuestra habitación.

Un poco como en el principio de incertidumbre de Heisenberg, Twitter ha acertado a alimentar la especulación a base de fomentar el personalismo. La primera regla de oro de la red social es que la participación colectiva está condenada a la insignificancia: es el tuitero quien a título particular se abre camino en eso que parece ser la opinión pública y que no deja de ser un crisol deforme de personalismos enfrentados. Y cuanta más arrogancia, presunción e ímpetu pone en el horno el tuitero, con más facilidad se abre camino. Resultó, después, que el personalismo funcionaba y obtenía un rédito social notable fuera de la red; y ahí que tuvimos a tuiteros metidos a líderes de opinión, kamikazes de la industria del ocio y vicepresidentes del Gobierno. La conclusión estaba cantada: todo quedó bien servido para que la política, la cultura, la economía, la educación y cualquier otro orden funcionara a base del más puro personalismo, como si a cada paso que da el titular le sucedieran miles de likes en un santiamén. La idea del bien común es ya una antigualla: todo se sostiene en el triunfo estelar del ego.

Pero tampoco convendría darle a Twitter tal protagonismo en esta historia. El personalismo es muy anterior y sabe justificarse. Se trataba, sólo, de hacerlo más explícito.

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