La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

¡Piensa en macareno!

Macarena llamamos a esta aparente contradicción entre dolor por la muerte y alegría divina por la resurrección

Lloro a los míos como muertos y siento cada día su ausencia como un vacío con el que el paso del tiempo me permite convivir, convirtiendo poco a poco el desgarro en una dulce melancolía, pero nunca logra llenar. El vacío, la ausencia, la imposibilidad de oírlos -son sus voces lo que más echo de menos- y lo irremediable de no poder volver a preguntarles por tantas cosas que me contaron y poco a poco voy olvidando está ahí, cada día. Por eso al tiempo posterior a un fallecimiento se le llama duelo, el combate o lucha que se libra contra el dolor y casi siempre acaba en tablas.

Esto es igual para creyentes y no creyentes, que desde un punto de vista estrictamente humano la vida eterna de las almas poco consuela de la pena por la pérdida de los cuerpos amados. Cristo lloró las muertes de su primo Juan y su amigo Lázaro, y la Virgen lloró -y con amargura, sin consuelo posible- la muerte de su hijo. Ésta es una de tantas cosas que hace hermosa, por humana, mi religión: la imagen desgarradora de un Dios que llora. Del Gran Poder decía una saeta antigua que tenía los ojos emparpitaos (enrojecidos, hinchados) de tanto llorar. Así, en una crónica antológica publicada el 25 de mayo de 1920 titulada La tristeza de Belmonte, dijo don Gregorio Corrochano -el maestro periodístico de mi padre- que tenía los ojos Juan la primera tarde que toreó sin José: "Belmonte está triste. Belmonte torea y, al saludar al público que le aplaude, hace un esfuerzo por sonreír. No puede. Es la primera tarde que le falta su compañero… Belmonte tiene los ojos emparpitaos como dice una saeta que oí cantar…".

Pero a la vez que lloro a los míos como muertos los celebro como vivientes. Macarena llamamos los sevillanos a esta aparente contradicción entre dolor humano por la muerte y alegría divina por la resurrección. Por eso celebro más las fechas de sus nacimientos y santos que las de sus fallecimientos. Es injusto proyectar la sombra de la muerte sobre las vidas de quienes amamos. Recordémoslos vivos, no muertos. Tampoco son tan distintos al niño o al joven que fuimos y solo viven ya, como ellos, en nuestra memoria. Recuerden el conmovedor encuentro entre el viejo profesor Borg y él mismo cuando era joven en Fresas salvajes de Bergman. Y si somos creyentes, pensemos en macareno, tratémosles como vivos, celebremos sus nacimientos y onomásticas más que sus muertes. Hoy es San Antonio.

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