No hay nada peor que perder el nombre. Perder el nombre es convertirse en número o en cosa. Y, cuando esto sucede, la cosa, valga la redundancia, se pone fea. Cuando algunos miembros del ejército colombiano mataban civiles, haciéndolos pasar por guerrilleros para cobrar los incentivos económicos que ello comportaba, a los asesinados se les llamaba "falsos positivos". En el Medellín de 2009, me costó varios días saber a qué se referían estas palabras. Algunas décadas antes, los nazis supieron entender, mejor que nadie, la importancia de cosificar y despersonalizar. En los años treinta, un célebre juego para niños arios, el Juden raus, consistía en mover peones dentro de un tablero para cazar judíos, que eran representados con una ficha que parecía una especie de sombrero cónico. En este macabro parchís, ganaba quien cazaba cuatro para enviarlos a un campo de "recolección". De ahí a encerrar a las personas en un campo de concentración, uniformarlas con un traje de rayas y representar su identidad mediante triángulos y números, solo hubo un pequeño paso. Todavía hoy cometemos la aberración moral de llamar "mena" a un niño o a un adolescente que está solo en un país extranjero y que, con toda probabilidad, ha huido de la violencia o la miseria.

La mayor parte de los males de nuestro tiempo se esconden detrás de nuevas palabras, aparentemente neutras que, sin embargo, nos tapan el rostro y la mirada de las personas a las que se refieren. Migrante, refugiado, sin papeles, temporero, sin techo, vulnerable, desempleada… son términos que se utilizan comúnmente sin que los acompañe el sustantivo que les da forma: "persona". Algunos discursos cambiarían profundamente su sentido y su efecto en los demás si se volviera a hablar de las personas y si, al menos de vez en cuando, las personas recuperaran su identidad, si volvieran a ser seres de carne y hueso, con nombre y apellido, con padres, madres, hijos y hermanos, y con sus propias historias de dolor y gloria.

Todo está perdido si dejamos de ver a las personas. Corremos el riesgo de que esto nos pase, incluso, cuando los noticieros nos dejan caer a destajo las horribles cifras del fallecimiento por el coronavirus. El número siempre cosifica y, por repetición y saturación, a pesar de representar un drama (como si uno o dos aviones se estrellaran en nuestro país cada día), puede llegar a dejarnos indiferentes y hasta insensibles. Es curioso: a más cantidad, menor efecto. ¿Hemos dejado de ver a las personas que están tras las palabras o los números?

Hay que luchar contra esto, con todas nuestras fuerzas, en este y en todos los casos. Si otros no la ponen, pongamos nosotros la palabra: PERSONAS.

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