Invariablemente, con la llegada de las fiestas navideñas y su inexcusable compromiso de intercambiar regalos, los anuncios de perfumes acaparan casi la totalidad del ya de por sí extenso espacio que las cadenas de televisión dedican a la publicidad. Lo que más llama la atención de las campañas navideñas de perfumes es que se han convertido en un género en sí mismo ya que, en esencia, todos siguen un mismo patrón en la búsqueda de potenciales clientes que se dejen subyugar por sus mensajes. Da la impresión de que los diferentes fabricantes, ante la imposibilidad física -por ahora- de hacernos llegar el aroma de sus fragancias, ponen todo su esfuerzo en resaltar el supuesto carácter cosmopolita, refinado y elitista de las gentes que las usan y así la regla de oro de estos anuncios es que sean el inglés o el francés los idiomas en que dialogan los personajes o se exponen las bondades del producto aún a sabiendas de que la mayoría de los espectadores no entenderán ni una palabra de tan seductores discursos. Aunque es improbable que el comprador del perfume le llegue a decir a su partenaire con soltura aquello de: "What would you do for love?" ("Y tú, ¿que harías por amor?) que tan sensualmente pronuncia Natalie Portman en uno de estos anuncios, sí espera, al menos, que los efluvios del producto le echen una mano a la hora de arrimarle al tálamo. Porque ese es el objetivo de cualquier fragancia que se precie, esto es, ejercer sobre nuestros semejantes un efecto parecido -o incluso mejorado- al de las feromonas. La película El Perfume (adaptación de la novela de Patrick Süskind" El Perfume: historia de un asesino) muestra mejor que cualquier anuncio el poder del olfato y los misterios del perfume ya que su protagonista, Jean Baptiste Grenouille, un desgraciado nacido en medio del hedor de los desechos de pescado de un mercado parisino, casi consigue con la sola ayuda de su extraordinario olfato (lo que ahora llamaríamos un 'superpoder') conquistar el mundo. El espectador queda fascinado ante los diferentes métodos que el asesino utiliza para extraer el olor de sus víctimas y cómo nos descubre el mágico mundo sensorial que se esconde tras una pituitaria bien entrenada. En cierta manera, justifica sus criminales métodos en aras de la sublimación del arte del perfumista. Al ser las narices de la gente poco discriminativas respecto a algo tan efímero e intangible como el perfume, a las empresas no les queda más remedio que centrarse en lo que le rodea: el frasco (el explícito tapón de uno de ellos son las piernas al aire que dejan ver las faldas en alto de las cabareteras parisinas) y el envoltorio. Intentan llenar de cualidades externas un producto totalmente desprovisto de ellas.

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