Con el tiempo, y tras ocupar un alto porcentaje de las noticias y de las conversaciones a lo largo y ancho del mundo, la pandemia -la última, que aún colea- ha decaído en el interés público de la mano de la propia decadencia vírica. La mascarilla, el confinamiento y las vacunas parecen estar detrás de una victoria lograda a costa de más de seis millones de muertos extra en el planeta, y alrededor de 500 millones de contagiados. La incertidumbre propició diversos perfiles sociales de urgencia: obsesivos, negacionistas, expertos repentinos. De estos últimos nos hemos nutrido hasta el hartazgo quienes fuimos sólo obedientes; ha sido central sociológicamente el rol de estos sin papeles de la información publicada en medios algo fiables, y también de la visionaria, inventada o mero rumor. Si, más allá de cantantes con rímel en modo maracas, hubo presidentes y jefes de Estado negacionistas, qué se podía esperar de la gente de a pie, que llegamos a sentir los síntomas aun sin tener la enfermedad. Quienes se confinaron a solas parecen haber estado muy expuestos a desequilibrios emocionales, hasta caer presos de la paranoia, la ansiedad y otras cosas del sufrir de la psique. Los mayores y enfermos crónicos se sabían en las primeras listas negras de la parca: quién sabe si esa angustia agravó el cuadro. Ahora, los niños -los más necesitados de relaciones para su crecimiento saludable- muestran de forma demorada efectos nocivos en sus cabecitas. Eso dicen los terapeutas del ramo.

Sin embargo, y a riesgo de caer una especie de posnegacionismo, he visto en la tele y los papeles a los varios psicólogos -la que más cámara ha chupado, psicóloga- alertando y alarmando sobre la cantidad de miles de pequeños que no están siendo debidamente diagnosticados y tratados por estas patologías... en su gabinete o, si no pudiera esto ser, en el de otros colegas. Circulan datos al respecto que evalúan en un incremento del 30% de las consultas de salud mental en esas edades, y hasta llegar a la fase juvenil. Tras la pandemia del invisible pero tan real del Covid-19, llega la pandemia emocional infantil. Que, revirado y malpensado que se ha vuelto uno, parece ser un tren barato que coger de la mano de las advertencias de riesgo masivo dirigidas a padres y madres, de suyo hipersensibles con las cosas de sus hijos. Diría uno, emparanoiado que hay algo de comsionismo de ocasión, como el de las mascarillas del Madrid más trincón, pero sin la impronta hortera y de nuevo rico -uno de rancio abolengo- de las dos prendas de Madrid. De diván.

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