Los dos grandes derrotados de las elecciones generales, Pablo Casado y Pablo Iglesias, comparten a la vez desconcierto y pérdida de liderazgo. Ambos esperan un milagro tan improbable como todos los milagros: Casado, un buen resultado en las elecciones del 26-M; Iglesias, que Sánchez, que le triplica en escaños, lo meta en su Gobierno. Los dos están condenados.

La suerte para Pablo Casado ha sido que a la debacle de abril suceda la campaña electoral de mayo. Es la única circunstancia que explica que no haya caído ya, a gorrazos de los barones y alcaldables del PP y/o a puntapiés de la realidad: ha llevado al partido a los peores resultados de su historia. Su respuesta al desastre ha sido espectacularmente simple y de imposible credibilidad. De pronto se ha caído del caballo -Saulo de Tarso, Pablo de Palencia- ha visto la luz y ha entendido que Vox es la ultraderecha y el PP de centro de toda la vida. Con lo cual pone en dificultades al gobierno de Andalucía (su mayor poder institucional) y ofrece una imagen de chisgarabís indigno de confianza y ayuno de credibilidad. Encima tiene que permitir que los candidatos populares del 26-M se desprendan de siglas, lemas y líderes como quien elimina toxinas a marchas forzadas.

A Pablo Iglesias no le ha hecho falta esperar a las municipales, autonómicas y europeas para maquillar una hecatombe que tiene cifras concretas (un millón largo de votos, casi treinta diputados). Su conversión al constitucionalismo y su reencarnación socialdemócrata le han servido de poco en las urnas, y menos en el escenario postelectoral, en el que su tabla de náufrago -integrarse en un gobierno de coalición- enseguida se ha revelado frágil y resbaladiza. Demoró el Consejo Estatal de Podemos tratando de eludir las críticas a su balance electoral en la esperanza ilusa de que la idea de una coalición progresista se instalara como la única alternativa lógica a la situación, y se ha topado con un PSOE predispuesto a gobernar en solitario, con apoyos puntuales de casi todos y sin enfeudarse con ninguno, y un Pedro Sánchez más sediento de poder que nutrido de ideología, que no necesita presiones ni lobbies para deshacerse de un aliado incómodo. ¿Y qué se esperaba Iglesias? Ni siquiera le ha dado un sitio preferente en la próxima ronda de negociaciones. Tampoco se lo dará en su Gobierno.

El problema es que a Pablo se le agotó el 26-A cualquier margen de maniobra. Y Sánchez no le va a pagar el precio que pide.

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