La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Oración al Cautivo

¡Cuántas palabras, Señor, para decir, tan torpemente, lo que tú, hoy, tan clara y sencillamente dices!

Detrás de ti, nadie. Sólo vacíos, traiciones, ausencias, deserciones hasta de los más tuyos. Ante ti, lo más temido. Miedo, angustia, jueces, procuradores, interrogatorios, vejaciones, bofetadas, látigos, cruz y muerte infame hecha aún más dolorosa por sentirte abandonado hasta de Dios. Pero nada te doblega. Nada logra arrebatarte tu dignidad. Nada quiebra tu confianza en el Dios que se te ha ocultado en esta hora tremenda. Al final, tras el "¿por qué me has abandonado?", vendrá el "en tus manos encomiendo mi espíritu". Y agonizarás, Cautivo, prometiendo paraísos a cuantos allí en el Calvario u hoy en cualquier situación compartan tu angustia, tu miedo, tu dolor, tu abandono y tu muerte sin soltarse de la mano de un Dios que está, siempre está, aunque parezca ausente, junto a los que sufren. "No os angustiéis -dijiste la víspera de tu muerte, estando tú tan angustiado-, creed en Dios y creed también en mí".

Porque en tu cuerpo, Señor mío Cautivo, Dios conoció lo único que aún, con toda su omnipotencia y omnisciencia, no conocía: el dolor del ser humano sentido en la debilidad de la carne y la angustia del alma. Hasta el extremo de sentirse abandonado por Dios mismo. Conocía Dios la compasión que remueve sus entrañas de misericordia, eso que los judíos llaman rahamin. Pero no el dolor y abandono humano. Tras Jesús Nazareno los conoce en carne propia. Por eso, sólo Cristo habla al dolor humano la única lengua que puede realmente entender.

Dios abandonado por Dios. Dios sometiéndose indefenso a la libertad que él mismo otorgó al hombre. Dios renunciando a sus atributos y poderes, diciendo, en el momento que tú, Cautivo, representas: "¿Piensas que no puedo recurrir a mi Padre? Él pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de ángeles". ¿Quién puede entenderlo? Con la pura razón, nadie. Con el corazón, que tiene sus propias razones, quien contemplara ayer a mi Señor despreciado, quien contemple en su besamanos los ojos del Señor del Gran Poder y quien hoy te vea, Señor mío Cautivo, solitaria dignidad erguida desafiando al Demonio con el mismo gesto con que debiste hacerlo en aquella otra soledad, la del desierto de las tentaciones, tan alto, tan solo sobre tu paso, como si no pudiera llegarte la compasión que derramas sobre quienes te seguimos. ¡Cuántas palabras, Señor, para decir, tan torpemente, lo que tú, hoy, tan clara y sencillamente dices!

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