Les hablaba la pasada semana del patético sectarismo de nuestros políticos. Quiero centrarme hoy en una de las consecuencias, quizá la peor, de ese frentismo imperante. Sea por sucumbir a oscuras presiones, porque voluntariamente juegan al estúpido juego de los buenos y los malos o, en el caso de los públicos, porque han acabado convirtiéndose en zafios instrumentos de propaganda, en la mayoría de nuestros medios de comunicación resulta cada vez más extraño encontrar una información veraz. Maliciosamente se confunden dos libertades básicas en toda democracia: la de expresión, lógicamente subjetiva y no constreñida por la veracidad, y la de comunicación, que debe tender a la objetividad y exige, al menos, una descripción contrastada y profesional de los hechos. Cada día con más frecuencia, se está haciendo pasar intencionadamente opinión por información: de un mismo suceso aparecen narraciones radicalmente distintas, conformadas a partir del prejuicio ideológico, más atentas a lo que conviene o ayuda que al propósito de contar honradamente la realidad. Eso, que por supuesto entroniza la mentira informativa, además de desterrar cualquier ápice de credibilidad y de prestigio, produce un efecto temible: en gran medida, la división social a la que estamos asistiendo, la bipolarización del país, encuentra su causa en las versiones incompatibles y falsas con las que los voceros de ambas trincheras intentan construir el relato - su relato- de lo que ocurre y nos ocurre.

Vivimos, pues, en mundos paralelos, antitéticos y estancos. No somos capaces ya ni de ponernos de acuerdo en la narración desnuda de los acontecimientos. En tales condiciones, como señala Anne Applebaum, "es muy difícil un debate nacional". No es posible un mínimo diálogo si partimos de visiones incompatibles, torticeramente inventadas por cuantos dibujan a su interés lo acaecido. El ejemplo de Cataluña demuestra el daño que puede hacer una información mendaz, impunemente inventada, impedidora del menor consenso porque niega y oculta un punto común y objetivo de partida.

Esta sordera inducida constituye un verdadero drama. De él, no hay mayor responsable que un periodismo militante, parcial o servil que diluye la verdad en el tinte de sus lealtades. Faltan informadores y sobran opinantes. Y en ese trágico desequilibrio se arriesga la propia permeabilidad de un sistema que, sin ella, está condenado inexorablemente a la destrucción.

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