La noticia es suficientemente significativa: esta semana, China, por boca de su embajador en Australia, Cheng Jingye, tras calificar la posición aussie de "hostil", ha advertido a las autoridades del país oceánico de que su insistencia en solicitar una investigación sobre el origen, la gestión y la propagación del coronavirus podría provocar un boicot de los consumidores chinos al vino australiano, así como interrumpir el desplazamiento de turistas y estudiantes del gigante asiático a tal destino.

El hecho, tan inusual como revelador, arroja serias dudas sobre la transparencia que el régimen chino está dispuesto a tolerar en el examen de su responsabilidad por el comienzo y desarrollo de la pandemia. En un momento como el actual, en el que la comunidad internacional quiere y tiene derecho a saber cómo surgió el virus y cuál ha sido el grado de eficacia con la que China procuró la contención del desastre, asombra semejante posición de fuerza, empleada incluso, por ejemplo, con Alemania, a la que las autoridades chinas han animado a "efectuar declaraciones positivas en público sobre el manejo del Covid-19 por parte de la República Popular".

Esa feroz reacción sólo tiene tres explicaciones posibles. La primera, habitual en el genoma comunista, es cortar de raíz cualquier crítica al Partido, inevitable, por otra parte, si se inicia un escrutinio objetivo de la catástrofe. La segunda, inserta en su enfrentamiento presente con Estados Unidos, es dejar sin apoyos a los norteamericanos en su propósito de culpar a Pekín de la hecatombe. Frente al ataque estadounidense, China, cuya joven diplomacia parece más dispuesta que nunca a hacer valer sin reparo su colosal poderío, amedranta a los previsibles aliados de Trump. La tercera, ya en el resbaladizo terreno de la conspiranoia, traería causa de las presuntas actuaciones dolosas o culposas que el Gobierno chino, con sus poderosos medios, trataría de ocultar.

Para mí tengo que el intento resultará fallido. La globalidad de la catástrofe, el número de muertos, sus consecuencias sanitarias, económicas, sociales y políticas, habrán de impulsar, más pronto que tarde, un análisis independiente y exhaustivo de su génesis y extensión. En él deberá evaluarse lo que cada cual hizo. También, cómo no, la cúpula de un pueblo, el chino, que, si no quiere soportar el desprecio mundial, tendrá que empezar a olvidarse de sus baladronadas, propagandas y silencios.

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