Noviembre olía en mi casa a dulce de membrillo, castañas asadas, boniatos al horno y flores de muerto. Las llamaba yo así en mi mente infantil porque aparecían por estas fechas con sus colores vivos y su olor intenso, esperando a que llegara su día en un cubo con agua colocado detrás de la puerta. Luego se iba al cementerio, que parecía una feria, y se limpiaban las tumbas y se colocaban los ramos simétricamente en los floreros. Más tarde, con el destierro migratorio, hasta nuestros muertos se quedaron lejos y los ritos se hicieron añicos como un cristal caído. En el verano, voy al cementerio y visito la tumba de mi abuela. Nos dejó encargado encarecidamente que la enterráramos en suelo campogibraltareño, costase lo que costase, que para eso ella había ahorrado de su pensión. Y allí está, a la sombra del Peñón, cerca de los huertos arenosos y de los cañaverales del Zabal. La arrullan las gaviotas y la mece el viento de Levante. Le llevo flores y le hablo un rato. De alguna forma, hago mías costumbres ancestrales y universales que hunden sus raíces, siempre, en el dolor. A nuestro pesar, los muertos nos conectan con algo sobrenatural, desconocido, perdido y reencontrado permanentemente, con algo que ahonda en nosotros mismos y que también nos eleva y nos mejora. Quizás, por eso, en silencio, visito cementerios.

En Tzintzuntzan el día de muertos inunda los panteones de altares, música, montañas de cempasúchil y luminarias; las tumbas se llenan de comida y pulque y los antiguos rituales prehispánicos se mezclan -lecciones del sincretismo más humano- con las tradiciones católicas. En Nahuizalco -donde hace casi un siglo el genocida Maximiliano Hernández acabó con los indios nahua- persiste la fiesta indígena de los difuntos llenando las calles de canchules, con sus fotografías de difuntos, sus crucifijos de madera y sus lebrillos de frutas y dulces. No hay nada comparable a deambular entre sus tumbas limpísimas, pintadas de rosa fucsia, turquesa y amarillo chillón. En algún lugar del bucólico y caótico cementerio español de Tánger deben de estar -perdidos para siempre entre la maleza- los restos de mi abuelo Francisco. En el Père Lachaise, las lápidas de nuestros afrancesados pueblan la "isla de los españoles": tan solo interrumpe su descanso la tumba hortera de algún chino rico. En Gibraltar, los muertos británicos de Trafalgar y de la fiebre amarilla habitan un jardincillo recóndito y acogedor que, fuera de la antigua muralla, trepa por la roca entre rosales y helechos. En Highgate, la tumba de la familia Matheson exhibe la figura simbólica de un cordero pascual. El poderoso empresario Hugh Matheson, presidente de la Rio Tinto Company, acostumbraba a pasear por el gigantesco cementerio londinense para poner una flor sobre la tumba de su hijo muerto. En La Chacarita, alguien cuida que Gardel siempre tenga un cigarrillo encendido entre los dedos. Noviembre huele a otoño, a lágrimas, a tierra mojada y a ausencia.

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