Nopales

Pocos sabores hay que resuman tan precisa y evocadoramente la gloriosa plenitud del verano

Habíamos leído del mal de las chumberas en los periódicos, pero no fue hasta hace unas semanas cuando pudimos ver en vivo, a la vuelta de una excursión por el bajo Guadalquivir, el triste aspecto que muestran los ejemplares enfermos, recubiertos por una especie de algodón blancuzco que envuelve la planta como una aciaga veladura. Originaria del centro de México, donde su presencia está atestiguada desde hace milenios, la denominada higuera de Indias colonizó buena parte del continente en época precolombina y se extendió fuera de América tras la llegada de los españoles, que la aclimataron a las dos riberas del Mediterráneo previo paso por Canarias, habitual escala del tornaviaje y vivero de avanzadilla para los productos del nuevo mundo. De la importancia de la chumbera -nopal en la lengua náhuatl y el español mexicano- en el rico imaginario de la república hermana da cuenta su presencia en el escudo nacional, donde el águila real, que los ornitólogos más puntillosos han interpretado como un halcón quebrantahuesos, posa una de sus garras sobre un ejemplar florecido de la especie. Aún hoy catalogada como invasora, lo que apuntaría a una suerte de purismo botánico, la cactácea nos acompaña desde hace casi quinientos años, especialmente implantada en las áreas del Levante y el Mediodía. Hace años que desde el oriente andaluz alertan de una plaga que está haciendo estragos y puede llevar a la extinción, causada por un tipo de cochinilla -pariente de la llamada del carmín, en otro tiempo muy preciada por su empleo en la industria cosmética o textil- que se alimenta de la savia hasta dejar secas las pencas. Parece que su referida condición alógena, ciertamente discutible si la aplicamos a un huésped varias veces centenario, no ayuda a la hora de tomar medidas que eviten la desaparición y mientras las administraciones declaran su impotencia los jugos del parásito prosiguen su implacable tarea destructora. Languidecen hoy en las lindes, los monumentales setos vivos que delimitaban las fincas y servían como barreras naturales para el ganado. Y acaso queden para el recuerdo los deliciosos higos chumbos que se vendían, como los caracoles o los espárragos, en tenderetes callejeros donde la señora o el señor, campesinos curtidos en la faena, ofrecían a los niños uno recién pelado, a modo de reclamo para que las madres, benditas, se llevaran la bolsa entera. De chicos nos los comíamos a escondidas, sin ni siquiera enfriarlos en la nevera para ocultar hasta donde era posible el avituallamiento clandestino. Pocos hay que resuman tan precisa y evocadoramente, entre los sabores asociados a la infancia, la gloriosa plenitud del verano.

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