Hay historiadores tan devotos de su campo de estudio, que en el caso de Marc Fumaroli era el siglo XVII pero se extendía hacia atrás y hacia delante hasta abarcar desde el Renacimiento a la Edad de las Luces, o tan familiarizados con los autores y las querellas a los que han dedicado miles de horas y de páginas, que acaban convirtiéndose ellos mismos en figuras de otro tiempo. Por su defensa de la tradición retórica, arrumbada desde la explosión romántica que condujo a las vanguardias, Fumaroli fue un convencido antimoderno que no ocultaba su añoranza de la alta cultura o su desdén por la de masas, pero lo que lo caracterizaba no era tanto el gusto reaccionario como su capacidad para contagiar el entusiasmo por los valores de un mundo perdido. El amante del Grand Siècle encontró una cierta continuidad en la Europa francófila de los ilustrados, marcada por el ascendiente de los philosophes. Aquel "vivir noblemente" de los cortesanos dieciochescos remitía a la ambición global del primer Humanismo, pero no eran ya Italia o la Antigüedad los referentes, sino una Galia amanerada que se proponía como modelo insuperable. Convertido en la nueva koiné, el francés era el idioma ideal para la conversación en lo que Fumaroli llamó el "banquete de los espíritus", que convocaba a los numerosos afectos de Londres, Roma, Madrid, Berlín, Viena o San Petersburgo. Los representantes de la cultura trataban con la nobleza -"laica, galante y libre en sus costumbres", precisaba el maestro- y no rehusaban representarla, pues en gran medida vivían del mecenazgo. Armado de una erudición vasta, pero prodigiosamente ligera, Fumaroli desplegó una prosa brillante -uno de sus lamentos habituales se refería a la proscripción del grand style, aún dominante en la lengua del Setecientos- que tenía el don de la amenidad. Era un nostálgico del Antiguo Régimen que reivindicaba aquella sociedad exquisita aunque demasiado peripuesta, arrasada por la marea revolucionaria que desembocó en el Terror y al cabo en la tiranía. Al margen del esplendor de las élites, sin embargo, no había sólo turbas enardecidas por el odio, sino también espíritus no menos nobles -pero nada aristocráticos- a los que movía un elemental deseo de justicia. Porque el "siglo que creyó en la felicidad de la tierra" entendía que esa dicha sólo estaba al alcance de unos pocos, distinguidos con todas las cualidades. Y la soñada "edad de oro" era menos el paraíso que un jardín inaccesible. Mientras los caballeros y las damas se citaban en los salones para entregarse a juegos de ingenio o intercambiar delicados requiebros, toneladas de basura se acumulaban bajo las alfombras.

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