Nieves

"No había que añadirle su apellido: Saavedra. Una gran mujer, que entonces compartía pupitre, banca y ambiente con algunos de los más brillantes estudiantes que han pasado por las aulas de nuestro querido Instituto"

Entre aquellas promociones del Instituto de Algeciras (único de la comarca) que accedieron a los estudios del gran bachillerato de entonces –en los últimos años de la década que siguió al incendio del Kursaal–, Nieves no necesitaba ser apellidada. No había que añadirle su apellido: Saavedra. Una gran mujer, que entonces compartía pupitre, banca y ambiente con algunos de los más brillantes estudiantes que han pasado por las aulas de nuestro querido Instituto de los altos de El Calvario, por encima del ferial del Hoyo de los Caballos, que se alzaba junto a una cruz de piedra elevada en memoria de víctimas de nuestra última guerra.

Nieves se nos ha ido rodeada de su gente, de silencio y de paz, desde su casa de la calle Convento, muy cerca del parque y de donde estuvieron los cuarteles. En más o menos el sitio donde vivió de niña. Allá escuchaba a la trompeta llamar a izar y arriar bandera, como si se tratara del más preciso y sonoro de los relojes. Alguna vez quizás preguntaría a sus padres por qué los paisanos se detenían al escuchar el toque y estos le explicarían que se trataba de un gesto de respeto a la bandera.

Casi enfrente de su casa estaba el legendario “almacén de coloniales” de Aurelio López, cuyo hijo, Paco –referente en el estudio de nuestro patrimonio– también fue compañero de Nieves en el Instituto. La calle Convento era una calle bellísima, con casas lacadas de azulejos, balcones y cierros espléndidos, coronados por la espadaña del convento que en la embocadura de la calle San Antonio consagró para siempre el nombre de la calle.

Justo en la esquina, pegado a su casa, hubo un café de los de antes, que hasta tuvo torero. Salvador, "el niño del Central", alternó con nuestro querido Miguelete, que lo acompañó en tardes de luces y alamares; y en su presentación en Las Palomas, poco después de participar en el último festejo que tuvo lugar en La Perseverancia, el 27 de octubre de 1968. No sé yo si Nieves era aficionada a los toros, pero eran tiempos en los que solíamos ir con nuestros padres a las corridas de Feria. Se da la circunstancia de que Nieves era compañera de promoción de Crescencio Torés, un sabio en estas cosas del toreo, sobre todo de las ocurridas en esta tierra nuestra.

Nieves era la mayor de los hijos –junto a Pepe y a Rosa; Rosita para mí, que llegó tarde a la luz, cuando ya no se la esperaba– de una familia de honda radicación en Algeciras y de una gran proyección social. Su padre, Pepe Saavedra, era un hombre de una calidad humana poco común, que tenía un importante taller de sastrería en la calle Prim, cuando esa cuesta formaba parte inseparable del paseo de los sábados por la tarde y de los domingos y fiestas de guardar. Su forma de ser convirtió a Nieves en pionera de la educación infantil. En los bajos de su misma casa enseñó a muchos niños algecireños a dar los primeros pasos en el aprendizaje y a abrir los primeros libros. Y, por si fuera poco, un buen día, Nieves se nos casó con Pepe (Pavón Manso), “el relojero”, como le llamábamos cariñosamente sus numerosos amigos.

Ha poco que cambiaba mensajes sobre ellos con nuestro entrañable Fali Rus. Mi padre, Ignacio “el de Los Rosales”, llamaba al suyo “relojito” y así nos hemos quedado con su estampa, tocado de boina y subiendo por la calle Real para descorchar media bombona en Los Rosales, antes de ir a su casa de la calle Carretas. Ahora Pepe, el marido de Nieves es, nada menos, que Relojero Mayor de su pueblo, de Algeciras, y celebrado componedor de esas máquinas adorables que son los relojes monumentales de muchas de nuestras localidades.

Nieves está ahora junto al Padre que compartimos todos. Me la imagino recibiendo instrucciones de cómo poner orden entre los angelillos más traviesos del inmenso celeste en el que ahora vivirá feliz eternamente.

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