La esfera armilar

Alberto P. de Vargas

Na de enrearse a llorar

UNA mujer de mi familia, linense de nacimiento y estancia, lleva tiempo tratando de convencerme, sin éxito, de que debo abordar la tarea de escribir un libro familiar teniendo como eje inspirador nuestro común apellido compuesto. En su caso, materno, como ocurría con Blas Infante, Ignacio Molina y otros, y en el mío, paterno. No deja de ser cosa interesante, desde luego, andar rebuscando por el pasado acercándose a la personalidad de tus ancestros y a las de sus colaterales. Aparecen personajes singulares que, sin embargo, nunca fueron tenidos ni por ti ni por tu familia como propios. Como ocurre con Rafael de León, también era un poco Pérez de Vargas. El conocido poeta y letrista nació en Sevilla el 6 de febrero de 1908, se acaban pues de cumplir los cien años del alumbramiento de este curioso personaje que tantos quebraderos de cabeza dio a sus padres, los condes de Gómara, sobre todo a su desconsolada madre, María Justa Arias de Saavedra y Pérez de Vargas que, como mi prima Gloria Valle tenía el apellido de referencia por vía materna lo que no solo le restó protagonismo sino que provocó su desaparición en la generación siguiente. Jerónimo Domínguez, Marqués de Contadero, sin embargo, que fue alcalde de Sevilla y, lo que es más sorprendente, presidente del Sevilla y del Betis, también había recibido el apellido por vía materna. Y su hermana María Luisa, esposa de Salvador Guardiola, acabó por ser la titular de una importante ganadería brava que hoy todavía suena con mucho bombo en nuestros cosos taurinos aunque los buenos aficionados sigan llamando guardiolas a sus toros.

Hay un poco de todo en esta variopinta viña de la extensa tribu a la que pertenezco y no podía quedarme sin declarar la pertenencia a ella del célebre y pintoresco Rafael de León, lorquiano en su corazón y andaluz bohemio y un tanto infeliz. Prototipo del niño mal de casa bien, inspirado letrista que fue a nacer a pocos metros de donde lo hiciera treinta y tantos años antes, Antonio Machado. Condiscípulo de Rafael Alberti y a poco lo habría sido de Juan Ramón Jiménez, su literatura era más lisa, menos celebrada, más ligera, más propia de los cantares, de los romances de calle y de las coplas. Por eso quedó y por eso se le recuerda tánto. Aquella cantinela de Quintero, León y Quiroga acabó apagándose con la progresía nostálgica del franquismo, y ya cerca de las Navidades de 1982, Rafael se nos murió en Madrid, de viejo, de pena y sin haber disfrutado de un gesto de reconocimiento. En las noches de silencio y calma, hay veces que entre la musiquilla que emiten las estrellas, se oye, muy débilmente, Ay Maricruz. A veces, también, Ojos Verdes y María de la O, Tatuaje y Triniá.

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