Mundo nuevo

Conocer el pasado es más provechoso que andar pidiendo perdón por los pecados de los tatarabuelos

Con razón se reprocha a los airados activistas de los derechos civiles, no todos a la altura de sus predecesores, el que juzguen el pasado con las razones del presente, pero si no tiene sentido extralimitarse en la condena moral de las generaciones pretéritas, resulta igualmente aconsejable cuestionar los relatos heredados o revisitarlos desde nuevas perspectivas. Frente a los historiadores que convierten la disciplina en una arma arrojadiza, ensanchan de verdad el conocimiento de otras épocas quienes superan o matizan las visiones tradicionales al abordar realidades invisibles o en parte desatendidas. Lo pensábamos mientras leíamos una reciente aproximación a la Revolución francesa, El nacimiento de un mundo nuevo, donde Jeremy D. Popkin recuenta episodios muchas veces contados, interpretados a la luz de debates actuales -los límites de la democracia, la crítica de la globalización, el auge del populismo- y atendiendo a dos segmentos de la población, las mujeres y los esclavos, que apenas han comparecido en los manuales. Aunque existen precedentes, es justo afirmar que fue entonces cuando nació el feminismo como discurso articulado, no en vano Mary Wollstonecraft, madre de la futura creadora del moderno Prometeo, escribió su famosa Vindicación en el París revolucionario. La dramaturga Olympe de Gouges, autora de una ingeniosa Declaración de los Derechos de la Mujer donde le daba la vuelta al lenguaje masculino de la Asamblea, la prerromántica madame de Staël, que vio en el proceso a María Antonieta el rastro mefítico de la misoginia, o la girondina madame Roland, también víctima del Terror y autora de la frase tantas veces citada: "¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!", son algunas de las célebres protagonistas del periodo, pero la contribución de las ciudadanas no se limitó a la minoría ilustrada. Desmintiendo el estereotipo, tampoco las tejedoras fueron siempre las feroces desharrapadas que alentaban a los peores excesos, pues hubo entre ellas quienes trataron de frenar la ira de las turbas. E igual de contradictoria fue la recepción de las ideas revolucionarias en la Francia de ultramar, habitada por cientos de miles de esclavos para los que las elevadas declaraciones que se escuchaban en la metrópoli sonarían a chistes macabros. Dice Popkin que la época de la Revolución coincidió con el auge de la literatura melodramática y que de algún modo el tópico enfrentamiento entre los representantes del bien y el mal -sean unos u otros- se ha trasladado a los historiadores. En cualquier caso, conocer el pasado en profundidad es mucho más provechoso que andar pidiendo perdón por los pecados de los tatarabuelos.

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