Tierra de palabras

Multitud de gente buena

Dos días sin parar de llover mientras una y otra vez intentaba dejar el ruido mental para oír mi cuerpo

El viernes pasado me retiré del mundanal ruido allá por la Sierra Norte de Sevilla, concretamente en Cazalla de la Sierra. Fui hasta allí para practicar yoga y para meditar; para convivir con compañeros venidos de distintas partes de Andalucía, y más allá, a los que llevo viendo una vez al mes hace ya casi dos años; para alimentarme con comida sana y saludable y rica, rica; para descansar del bombardeo televisivo, de la amiga radio y de la prensa escrita; para acostarme muy temprano y entregarme a la atenta lectura de Solenoide de Cârtârescu que me suspende, como a sus protagonistas, a un mundo de fantasías desde la parte baja de una litera, alumbrada con un pequeño flexo de libro mientras mis compañeros de habitación duermen plácida y silenciosamente.

Dos días levantándome muy temprano. La cita en la gran sala donde todos nos congregamos para el trabajo es a las siete y media. Dos días sin parar de llover mientras una y otra vez intentaba dejar el ruido mental para ser capaz de oír mi cuerpo y que la respiración consciente me llevase a la calma y al abandono; que toda la atención se focalizara en las explicaciones que el profesor hacía sobre biorrespiración, anatomía, yogas sutras… Atenta para que la resistencia física en la práctica, siguiendo el ritmo de la clase, no la impusiese la cabeza, que rápidamente se cansaba, sino el cuerpo que sin perder de vista sus límites iba regulándose.

Cuando el viernes por la tarde a eso de las seis y media entré en el Centro de Naturaleza El Remolino, lugar de encuentro de cada mes, dejé tras de mí todo y en ese todo iba también la angustia por no haber encontrado todavía al pescaíto de Almería. El domingo, antes de iniciar la meditación hay un acto hermoso que es dedicarle ese tiempo de silencio y paz interior a alguien que creas que lo necesita. Hubo un impulso que no salió del pensamiento sino del corazón y ese ofrecimiento fue para Patricia y Ángel, padres de Gabriel.

Como las malas noticias corren como la pólvora, después de comer, al bajar de la nube y tocar el gris asfalto, nada más salir del retiro, me encontré con la peor de las noticias. Fue cuando entendí el porqué de ofrecerles mi calma.

Estos días ha quedado más que demostrado que por cada corazón que hace el mal hay una pacífica multitud de corazones que intentamos hacer el bien.

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