Cuando las cifras de contagiados en la enésima ola de Covid parecen descender, se mantienen las colas de ciudadanos para resolver cualquier trámite ante los centros oficiales o las entidades bancarias. Síntomas de enésimas normalidades, están conformando alguno de los perfiles más característicos de una post-modernidad que muestra su razón de ser tras contradictorias capas. Los mostradores y la atención directa al público en los bancos son parte de las trastiendas del recuerdo desde antes de las primeras emboscadas de la pandemia: una muy actual estética diseñó diáfanos espacios interiores provistos de pantallas, cajeros y mesas más aptas para tertulias que para gestiones. Empleados cada vez menos accesibles atienden a clientes a los que han obligado a asumir un nuevo rol: el de peritos en un utillaje tecnológico imprescindible para cualquier cometido. Tras años de encierros, confinamientos y una interminable sucesión de variantes víricas que a punto está de acabar con el alfabeto del griego clásico, hemos llegado a discernir si en cualquier calle hay un banco no por sus carteles de posmoderna factura, sino por las malhumoradas colas que se forman frente a ellos.

En estos días se habla de Carlos San Juan, un ciudadano de 78 años, principal impulsor del lema "soy mayor, pero no idiota" y de todo un movimiento de denuncia al trato que muchas entidades dispensan sobre un buen número de clientes que se ven directamente afectados por la imparable tendencia de eliminar el trato directo en las gestiones propias del oficio bancario. Este jubilado con bastón, mascarilla y chaqueta gris de lana, que se fotografía con el padre Ángel, al que se arriman ministras y secretarios generales, y ante quien responsables financieros comienzan a reaccionar, es el impulsor de una campaña que lleva ya recogidas más de seiscientas mil firmas. Con ellas se exige a los bancos que no eliminen la atención presencial; se trata de un compartido acto de protesta hacia una arbitraria decisión de modernidad mal entendida que hace supuesta bandera de la tecnología para subrayar hipótesis y postulados que no deberían definirla. Viene a cuento la reflexión de Irene Vallejo quien, en su ensayo El infinito en un junco, defiende la tesis de que el alfabeto es en realidad una tecnología mucho más revolucionaria y por tanto más moderna que internet, ya que fue capaz de construir una primigenia memoria común, expandida y al alcance de todo el mundo. Las que ahora apisonan decisiones y actitudes se siguen basando en un teclado con el que se generan palabras y discursos que se remontan a los lejanos tiempos homéricos y a inalcanzables ítacas que tienen mucho de ilusionantes proyectos personales. Más bien parece que tras estas actitudes, humanoides cajeros, vanguardistas diseños, espacios diáfanos, coloridas pantallas y falsas mesas de tertulias, la modernidad está planteando discriminatorias excusas para conseguir poco confesables objetivos que no tienen mucho de modernos.

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